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caraEs fácil decir adiós cuando se ha dejado de amar, es la orilla ganadora, la que infiere que la vida continúa, la que invoca el pragmatismo, la que asegura que era mejor así, la que alecciona a los demás, la que promete que se puede seguir como amigos.

Es inútil intentar predecir el destino de una relación amorosa cuando uno se embarca en ella. Porque todo comienzo es rosa, ingrávido, perfumado, ensoñador, sin tropiezos, porque no hay un calado profundo de realidades. Es la razón de ser del llamado noviazgo. Es la relación gloriosa, la esperada, a cada cita nos decoramos con lo mejor de nuestros ángeles y encubrimos nuestros demonios. Hasta nuestra fisiología conspira a favor nuestro, recurriendo a la alquimia necesaria para perfumar nuestra respiración, desodorizar nuestra piel, es todo un laboratorio milagroso que convierte sudores en sabores, con olores inspiradores. De esa nube mágica no caen los dos a la vez, el aterrizaje no es simultáneo -que sería lo ideal-, primero cae uno, que es quien se desengaña primero, el ganador, el que cae con paracaídas y sin dolor. Después al perdedor le toca caer sin paracaídas, porque sólo había uno, la realidad le estalla en la cara en franca contravía, sin esperarla.

Un rompimiento es avasallador para la orilla perdedora, no se puede amar tanto que se crea que vale por los dos, no se puede insistir en justicia de respuestas mutuas, no se puede esperar que te amen del mismo modo. Las historias de otros no sirven para ejemplificar, ni las novelas escritas, ni los guiones para películas. Mis lágrimas son propias, nuevas, hijas de una historia única e irrepetible. Lloro porque me nace, porque hay un dolor incontenible, porque no lo puedo evitar, porque es un grito desenfrenado que vence mi cordura, un hilo profundo que no se quiere desprender y me hiere y me sangra al respirar. Quiero secar todo este llanto aunque no se vuelva canción, aunque me quede suspendido en el tiempo y el espacio. Voy a lavar todo este dolor sin rabia porque quiero un recuerdo grato pero lejano, voy a sacar toda la conmoción de una vez, voy a desgarrar mi voz en todas las tonalidades para vacunarme de este amor maravilloso que ya no podré tener. No quiero deshacerme de sus cartas y regalos, quiero poder soportarles su mirada y poder ver nuestros recuerdos sin recelo, esperando que su bella sonrisa, que era para mi, se me diluya con el dolor placentero de una aventura válida. Se fue, decidió irse y se lo permití, así como le permití llegar hace un tiempo atrás. No quiero refrenar este sentimiento ni lo pienso disimular, su duelo es inherente a su historia misma, que fue deslumbrante e incondicional.

En una relación sentimental, los dos involucrados habrían de pactar, desde un comienzo, que va a tener un fin, para que en esa instancia se puedan despedir de mano. Como en las reglas de un juego. Así las cosas, quizá es pernicioso bautizar una naciente relación afectiva como noviazgo, oscuro preámbulo juramental que va sucumbiendo ante la rutina y todos los vicios culturales que enferman la magia, que le hacen perder ese equilibrio espontáneo nacido de la nada dual de almas apostándole a un elixir desconocido. Ese abandono voluntario, apuesta audaz, entrega total, devoción espiritual, incondicional, debería tener inherentemente un final esperado, que aunque triste, nos deje la satisfacción permanente de una locura cumplida, como cuando nos gozamos una montaña rusa o un tobogán sabiendo que el viaje es corto.