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El silencio debería ser hermano de la soledad, o al menos, pariente cercano; ambos íntimos y personales. Los he cuidado esmeradamente como mascotas omnipresentes desde mi niñez; invaluables y necesarios para la reflexión, la sanación, la creación, el reinicio emocional, el grito inflexivo, el llanto eufórico, la catarsis y tantas cosas más.
He perdido el silencio. Incomprensible confesión. Absurdo para los demás. Descripción imposible. No supe el momento exacto en que empecé a perderlo, aquel zumbido invasor se fue aposentando lentamente en mi centro auditivo sin mi permiso, con la sutileza de un felino, aprovechándose del bullicioso entorno de nuestra esclavizante rutina laboral. No es estridente pero agota, no es protagonista pero estorba, no desespera pero lo intenta, no es limitante pero reduce, no incapacita pero interfiere, no irrita pero erosiona, no deprime pero insiste, no horroriza pero intimida, no me va a matar pero me aísla.
Se suele pensar que uno empieza a apreciar las cosas cuando las pierde, pero esta ausencia no es una aplicación de ese postulado, mi silencio lo sabe; compartimos tanto, creamos tanto, sollozamos tanto. No era solo una mascota primorosa; su hermana, mi soledad, ya no luce tan hermosa sin su silencio, se le dificulta cantar, me mira inconsolable, lejana, y aunque me acoge con su maternal concordia, su motivación se ha reducido proporcionalmente al terreno invadido.
No pretendo que esto sea un réquiem. Estoy declarando que ese ruido no ha sido bienvenido, no lo llamé, no lo pedí, no lo he adoptado pero sigue allí, ha tomado la silla de uno de mis valores más preciados, ha provocado la partida de mi silencio mimado.
Pero cada día lo espero. Cada despertar es una nueva oportunidad que llegue de nuevo a casa. Cada bostezo, cada canción, cada estiramiento, cada masticación, cada inmersión, cada impacto, cada chicle, cada gripa, cada actividad que influya en mi centro auditivo, la monitoreo con la esperanza que algún componente desacomodado vuelva a su lugar.
Ese zumbido permanente, a veces se me parece al de los grillos en la noche, otras veces al motor de una vieja nevera, otras veces a una fábrica lejana, todos interminables. Con ello, mis actividades han ido transformándose, cediendo irremediablemente. Hay ciertos timbres de voces que se me dificulta entender, especialmente los tonos graves, los tonos agudos no tanto. Algunas voces retumban entre las palabras. Mis conversaciones duales ya no son plácidas, y las grupales son insostenibles, increíblemente converso más cómodamente vía telefónica y me va mejor con las películas subtituladas. Quedo casi nulo en una conferencia a viva voz, muy a menudo contextualizo con las palabras dispersas captadas y otras veces doy por entendida una frase apoyado solamente en el gesto del interlocutor.
Ya sé que hay quienes resisten padecimientos peores. Sin embargo, puedo palpar a mi alrededor la tremenda subvaloración que la mayoría de la gente tiene del silencio. No se le considera en su real dimensión. Observo mucha gente buscando rellenar de alguna forma su privacidad, su intimidad, su subjetividad; y con ello desalojan sin piedad sus silencios, embuten su vida con lo que les dicta el tirano sistema mercantil. El silencio es parte integral de la música, y de la vida. Es así como intento su justa reivindicación, al menos para mi que lo he disfrutado tanto y por lo cual su ausencia es un padecimiento mayúsculo.
En momentos de desconcierto y debilidad intento descubrir cómo y por qué sucedió. En eso encuentro testimonios desalentadores de otras víctimas de éste tinnitus; algunos hasta le llaman el silbido del infierno, otros que se curaron transitoriamente con fármacos pero recayeron después, otros han formado grupos internacionales de apoyo sicológico mutuo, otros hacen chistes crueles. También hay muchos que sin escrúpulos promocionan curas milagrosas con tal de aumentar tráfico en su sitio. He leído opiniones que la clasifican entre las enfermedades desatendidas por la ciencia. Y hay otras que no la consideran enfermedad sino un síntoma. También le llaman acúfeno. Entre tantas causas que infieren algunos estudios consultados, es probable que haya sido haber estado diez años expuesto a una ventana aledaña a una avenida atestada de tráfico ruidoso permanente; otra probabilidad, interna, es que sea el ruido que genera una alta actividad neuronal. Otros creen que una hipoacusia puede ocasionar que el cerebro intente reponer esa pérdida generando el ruido. Hasta la presión sanguínea ha sido señalada. Quizá hasta emerja el erudito que trate de convencernos que a la larga, el silencio es solo un ruido más.
No quiero ruido blanco para taparlo, tampoco que me convenza un sicólogo, ni prótesis, y menos acostumbrarme a él. Con los fármacos me atrevería a ensayar mientras no sean permanentes. Todavía creo que es una broma de la vida, mientras imagino ese momento mágico del cese del silbido, esa calma como cuando apagamos el refrigerador. Ya me he acostumbrado a la indiferencia del entorno por mi situación, y tampoco preciso de su conmiseración. Mi silencio, te sigo esperando con la paciencia del padre cuando un hijo sale sin despedirse.