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El acompañamiento mutuo, permanente, el contar con una persona a tu lado en ese desarrollo, es una apuesta descabellada pero prudente a la vez. Es una dicotomía que nos mantiene alerta, es como un espejo que nos califica cada acto; ineludible, puntual, estricto, implacable; pero también necesario, confiable y hasta entrañable.
Nunca he estado solo, nunca me he sentido solo. Por eso, no temerle a la soledad es apenas una presunción. En este otoño de una vida acompañada, la inminencia de un invierno fatídico se va acercando como un rollo de hilo que a medida que se va agotando, va rotando más rápido, inclemente. A esa inminencia le orbita un componente aleatorio ambiguo, pues uno con el paso del tiempo bajo esta condición de pareja, suele pensar en dos direcciones. No solo considero la probabilidad de mi soledad, sino también la probabilidad de la soledad de ella. Involuntariamente regurgita una suerte de competencia de supervivencia. Irrumpe un resorte dubitativo entre quién de los dos pueda sortear más eficientemente su soledad. En una espontánea elucubración primaria, preveo que ella sortearía mejor mi ausencia definitiva, echando mano de su actitud e inclinación familiar. De mi parte, prefiero no imaginar su ausencia definitiva, además porque si de evidencias de deterioro en salud se trata, ostento varias notas en mi contra. Es como si evocara aquella canción dedicada de la ilustración.
A las puertas de esta nostalgia invernal me sobrevienen registros inolvidables que dan fe de una historia que me la encuentro en los rincones de la casa, en objetos vetustos, en imágenes vigentes, en aromas persistentes, en remoquetes únicos, en la música de la radio, en un sabor de comida evocador, en una argolla recordando ese glorioso veintidós.
Empezamos esta aventura hace tiempo ya. Fue una apuesta audaz, casi desesperanzadora a los ojos de muchos. Nos daban por perdidos o por perdedores. Yo no sé si aquellos que nos señalaban, al menos habían llegado a donde nosotros ahora. Es cierto que fuimos desafiantes, temerarios y que nos la jugamos casi a ciegas por una pasión a la que le encontrábamos algún destello de eternidad diferente a aquellos enamoramientos cursis de esa pubertad ya lejana.
Hay diversos lugares, parques, calles, esquinas, mesas, caminos, vidrios y más, todos sitios públicos, pero ajenos a nuestras actividades cotidianas, que se convertían en furtivos cómplices de nuestra mutua contemplación. Aquella mujer se demoró en llegar, pero valió la pena. Tal vez nuestros destinos esperaban el momento exacto de ese eclipse vital.
La vida entera es un gran manojo de cápsulas que se nos van agotando sin percibirlo, y que olvidamos contarlas, clasificarlas y valorarlas para guardarlas o eliminarlas. Momentos mágicos unos y angustiosos otros, todos haciendo parte de la misma escalera. En mis íntimas graficaciones preadolescentes con las que construía a mi futura compañera de viaje ideal, me llegaban sensaciones de su piel, de su cabello, de su esbeltez, de su aroma, de su alegría, de su timbre, de su color, de su pudor, de su cautela; me llegaban sueltas las piezas. Por meses, por años. Hasta que un día irrumpió portentosa, sin permiso, estrepitosa, como cuando se llega tarde a una cita; exultante y ansiosa, como cuando el milagro sucede en el tiempo adicional, así me llegó el componente final para completar mi puzzle.
Entonces todo se nubló alrededor, su explosión de colores llenó de vértice a vértice mis retinas, y como bosques floridos, ese otro big bang se convirtió en mis orejeras, mis nuevas fronteras, mi prioritario enfoque, mi profundidad de campo, mi complemento, el motivador de obturación, el objetivo de mi lente. Yo le imbuía un brillo tal, que no precisaba flashes. Ella me seguía el ritmo, deshinibida. Hasta que llegó aquel marzo de inflexión.
Nos dedicamos canciones, nos escribimos notas y poemas, nos escapamos del deber, nos citamos a escondidas, le mentimos a nuestros jefes, nos miramos alelados, nos inventamos claves comunicativas, desciframos laberintos, arriesgamos lo seguro, nos contamos lunares, nos reímos en lugares solemnes, nos vimos a la salida, saboreamos un helado de la misma copa, usábamos seudónimos, corrimos a encontrarnos, bailamos sin música, nos hicimos un estudio de numerología, abrimos una cuenta bancaria común, modelamos el uno para el otro, comimos con las manos, nos levantamos tarde, ninguno quería colgar la llamada. Nos abrazamos en moto, en lancha, en autobús, en avión, en barco, en automóvil, a pie. Nos amamos en horarios impensados, en lugares clandestinos, en situaciones inauditas, en frecuencias no contables, en días memorables. Una lujuria redentora, un júbilo reincidente.
Y continuamos juntos todos esos años después, esos años de los que no dan cuenta las fábulas, esos de hombro a hombro, de empujar en la misma dirección, esos de paternidad, de cobijo, de tareas, de recompensas, de orgullos, de cumpleaños y aplausos. Nos casamos muchos años después, pero decidimos que las argollas no llevaran grabada la fecha de ese día jurídico, sino la fecha de inflexión de aquel beso primero que nos ha lanzado hasta hoy.
Como hoy, me suele pasar que empiezo el día con vaticinios de soledades inminentes, pero termino embadurnado de mieles imborrables que prevalecen más.