Sueño revelador

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Hace un par de años, he hecho un descubrimiento a cerca de uno de mis sueños más recurrentes, que al comienzo lo consideré personal y hasta irrelevante, porque los sueños son para mi una cantidad de disparates sin un hilo conductor. Me refiero a los sueños inconscientes, esos que se dan cuando uno se acuesta a dormir; no a esos anhelos, aspiraciones o proyectos que la gente suele llamar “sueños”.

Sin embargo, con el pasar de los días he ido pensando que dicho hallazgo le pudiera ser útil a mucha gente que tal vez le ocurre lo mismo y no le encuentra explicación o solución. Además, porque ese tema de los sueños generalmente está embadurnado de esoterismo y especulación. Solo en recientes investigaciones neurocientíficas le están empezando a encontrar luces.

Una de mis tantas oscuridades de salud, es mi dolor cervical. Es un hecho que esa dolencia se desarrolló por mi costumbre de dormir bocabajo. Hay una foto en mi archivo gráfico de ello, yo durmiendo bocabajo y con mi bebé al lado durmiendo igual. Otro factor que empeoró esa situación fue la prolongada e inadecuada postura laboral frente al computador, y por hacer muy poco para contrarrestarlo.

En los últimos lustros, desde terminando mis 40s e iniciando mis 50s, fui notando la frecuencia con que soñaba episodios angustiosos, generalmente relacionados con persecuciones de toda índole, de las que no podía librarme. La intensidad de esa angustia fue progresiva. Podría decir que inició con levedades como soñando que corría gateando, sintiendo que así avanzaba más rápido, subiendo escaleras, subiendo lomas. Después soñaba jugando fútbol, que, siendo una actividad que me gusta mucho, sentía que me costaba mucho llegar a los balones en movimiento, se me escapaban. Más adelante, soñaba que me sorprendía la noche en lugares alejados, desconocidos, y no lograba encontrar el camino de regreso a casa.

Pero esos episodios fueron aumentando su magnitud paulatinamente hasta volverse perturbadores. Las incipientes gateadas se convirtieron en galopadas, escapando de algo. Soñaba que corría a cuatro patas, cual primate, escalando casi siempre. Recuerdo que mi hijo y esposa se burlaron de mi alguna vez que les comenté dicha curiosidad, pues primero dije que corría como primate, pero luego traté de corregir diciendo que corría cual felino. Se rieron de mi a carcajadas, sin yo poderlo remediar.

Los sueños futbolísticos se tornaron penosos, pues siendo yo en la vida real un jugador virtuoso, no podía ejecutar maniobras sencillas porque sentía un desfallecimiento que siempre me hacía perder el balón. Los sueños en que me extraviaba, fueron los que se volvieron más frecuentes y azarosos, comenzaron a añadírsele la persecución, me veía en calles tipo cartucho, pasadizos sin salida, corría a cada esquina pensando que iba a salir a una avenida iluminada pero me seguía sumergiendo en un laberinto infernal hasta que quienes me perseguían me capturaban. Entonces despertaba, con un dolor descomunal en la nuca.

Atendiendo todas esas leyendas, creencias y supersticiones mundanas, llegué a atribuir el origen de esos sueños angustiosos a la azarosa vida de asalariado que tuve por décadas, a las deudas perennes, a los horarios estrictos, a las tareas inflexibles, al indolente servicio de transporte, a todas esas presiones que lo mantenían a uno atrapado en una agonía sin fin. Llegó el momento en que me pensioné.

Yo seguía durmiendo bocabajo era de porfiado, hacía bastante tiempo una ortopedista me había sentenciado sin clemencia: “ese dolor no tiene remedio, tiene que acostumbrarse a dormir de lado y/o bocarriba, ajustar la postura frente al computador y hacer frecuentemente ejercicios de estiramiento”. Otro motivo que me mantenía en esa porfía es que casi siempre bocabajo era la única posición en que lograba dormirme. Como alternativa opté por acuñarme la almohada a un lado del pecho para atenuar el giro de mi cuello contra la cama. Ese ajuste sirvió poco. El dolor seguía.

Cuando me pensioné a mis 56 años y ya no tenía la “obligación de dormirme a una hora determinada”, entonces retomé la vieja instrucción de la ortopedista, comencé a practicar el dormirme de lado. Costó trabajo al principio, pero de a poco lo fui logrando, me quedaba dormido de lado. Los sueños angustiosos cesaron pero yo no me di cuenta.

Angustiosos o no, para mi los sueños son desvaríos, así lo concluí luego que hice un experimento hace como tres décadas. En el transcurso de quince días consecutivos me propuse investigar mis sueños. Armado con lápiz y cuaderno en mi mesa de noche, escribí cada sueño que tuve cada noche. A veces me despertaba varias veces y registraba en el cuaderno cada sueño antes de olvidarlo. Otras veces eran varios sueños en uno. Todos los escribía, también escribía mis actividades de cada día, buscando vínculos entre mis acciones del día y mis sueños. No encontré relación alguna entre los episodios de los sueños y mis actividades diarias. Tampoco entre los sueños mismos, en su secuencia o temática. Solo los personajes eran los mismos que yo conocía en mi vida real, pero eso fue intrascendente dentro de aquel propósito escrutador.

Tiempo después de estar pensionado y durmiendo de lado, al darme cuenta que aquellos sueños angustiosos ya no los tenía, aquella superstición tomó lugar para mi desconcierto, aquella que asociaba la azarosa vida de empleado con esos sueños tormentosos.

Entonces vino la contradicción que refutó la superstición. En algún movimiento dormido, cambié mi posición a la vieja posición bocabajo, y el otrora sueño angustioso se presentó de nuevo. Después de eso no tardé mucho en descubrir que es esa posición bocabajo la que origina en mi esos sueños perturbadores. Como pichón de investigador, he hecho las pruebas pertinentes para corroborarlo varias veces y las transmito públicamente con plena convicción y deseo que este relato de mi hallazgo pueda beneficiar a alguien.

Ahora bien, queda por confirmar por qué se presenta a esa edad y no antes, pues en mi juventud y temprana adultez eso no me sucedía aún cuando dormía bocabajo. Mi primera elucubración que pongo a consideración es mi envejecimiento, que me trajo consigo la arteriosclerosis que hoy padezco. Esa enfermedad es paulatina, tal como fueron transformándose los sueños, la opresión que genera debido a la deficiente circulación sanguínea debió haber empezado levemente también por mis años 40s.

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Apuesta ganada

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El acompañamiento mutuo, permanente, el contar con una persona a tu lado en ese desarrollo, es una apuesta descabellada pero prudente a la vez. Es una dicotomía que nos mantiene alerta, es como un espejo que nos califica cada acto; ineludible, puntual, estricto, implacable; pero también necesario, confiable y hasta entrañable.

Nunca he estado solo, nunca me he sentido solo. Por eso, no temerle a la soledad es apenas una presunción. En este otoño de una vida acompañada, la inminencia de un invierno fatídico se va acercando como un rollo de hilo que a medida que se va agotando, va rotando más rápido, inclemente. A esa inminencia le orbita un componente aleatorio ambiguo, pues uno con el paso del tiempo bajo esta condición de pareja, suele pensar en dos direcciones. No solo considero la probabilidad de mi soledad, sino también la probabilidad de la soledad de ella. Involuntariamente regurgita una suerte de competencia de supervivencia. Irrumpe un resorte dubitativo entre quién de los dos pueda sortear más eficientemente su soledad. En una espontánea elucubración primaria, preveo que ella sortearía mejor mi ausencia definitiva, echando mano de su actitud e inclinación familiar. De mi parte, prefiero no imaginar su ausencia definitiva, además porque si de evidencias de deterioro en salud se trata, ostento varias notas en mi contra. Es como si evocara aquella canción dedicada de la ilustración.

A las puertas de esta nostalgia invernal me sobrevienen registros inolvidables que dan fe de una historia que me la encuentro en los rincones de la casa, en objetos vetustos, en imágenes vigentes, en aromas persistentes, en remoquetes únicos, en la música de la radio, en un sabor de comida evocador, en una argolla recordando ese glorioso veintidós.

Empezamos esta aventura hace tiempo ya. Fue una apuesta audaz, casi desesperanzadora a los ojos de muchos. Nos daban por perdidos o por perdedores. Yo no sé si aquellos que nos señalaban, al menos habían llegado a donde nosotros ahora. Es cierto que fuimos desafiantes, temerarios y que nos la jugamos casi a ciegas por una pasión a la que le encontrábamos algún destello de eternidad diferente a aquellos enamoramientos cursis de esa pubertad ya lejana.

Hay diversos lugares, parques, calles, esquinas, mesas, caminos, vidrios y más, todos sitios públicos, pero ajenos a nuestras actividades cotidianas, que se convertían en furtivos cómplices de nuestra mutua contemplación. Aquella mujer se demoró en llegar, pero valió la pena. Tal vez nuestros destinos esperaban el momento exacto de ese eclipse vital.

La vida entera es un gran manojo de cápsulas que se nos van agotando sin percibirlo, y que olvidamos contarlas, clasificarlas y valorarlas para guardarlas o eliminarlas. Momentos mágicos unos y angustiosos otros, todos haciendo parte de la misma escalera. En mis íntimas graficaciones preadolescentes con las que construía a mi futura compañera de viaje ideal, me llegaban sensaciones de su piel, de su cabello, de su esbeltez, de su aroma, de su alegría, de su timbre, de su color, de su pudor, de su cautela; me llegaban sueltas las piezas. Por meses, por años. Hasta que un día irrumpió portentosa, sin permiso, estrepitosa, como cuando se llega tarde a una cita; exultante y ansiosa, como cuando el milagro sucede en el tiempo adicional, así me llegó el componente final para completar mi puzzle.

Entonces todo se nubló alrededor, su explosión de colores llenó de vértice a vértice mis retinas, y como bosques floridos, ese otro big bang se convirtió en mis orejeras, mis nuevas fronteras, mi prioritario enfoque, mi profundidad de campo, mi complemento, el motivador de obturación, el objetivo de mi lente. Yo le imbuía un brillo tal, que no precisaba flashes. Ella me seguía el ritmo, deshinibida. Hasta que llegó aquel marzo de inflexión.

Nos dedicamos canciones, nos escribimos notas y poemas, nos escapamos del deber, nos citamos a escondidas, le mentimos a nuestros jefes, nos miramos alelados, nos inventamos claves comunicativas, desciframos laberintos, arriesgamos lo seguro, nos contamos lunares, nos reímos en lugares solemnes, nos vimos a la salida, saboreamos un helado de la misma copa, usábamos seudónimos, corrimos a encontrarnos, bailamos sin música, nos hicimos un estudio de numerología, abrimos una cuenta bancaria común, modelamos el uno para el otro, comimos con las manos, nos levantamos tarde, ninguno quería colgar la llamada. Nos abrazamos en moto, en lancha, en autobús, en avión, en barco, en automóvil, a pie. Nos amamos en horarios impensados, en lugares clandestinos, en situaciones inauditas, en frecuencias no contables, en días memorables. Una lujuria redentora, un júbilo reincidente.

Y continuamos juntos todos esos años después, esos años de los que no dan cuenta las fábulas, esos de hombro a hombro, de empujar en la misma dirección, esos de paternidad, de cobijo, de tareas, de recompensas, de orgullos, de cumpleaños y aplausos. Nos casamos muchos años después, pero decidimos que las argollas no llevaran grabada la fecha de ese día jurídico, sino la fecha de inflexión de aquel beso primero que nos ha lanzado hasta hoy.

Como hoy, me suele pasar que empiezo el día con vaticinios de soledades inminentes, pero termino embadurnado de mieles imborrables que prevalecen más.

Misión Cumplida

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Sabemos que para este momento de transición, por momentos incomprensible, están destinadas muchas lágrimas que aún son de acá, humanas y terrenas, recíbelas por favor como un tributo a tu grandeza, y con tu horizonte ahora más amplio, comprende nuestras limitaciones.

Te sentimos aquí presente, aunque ahora nos lleves ventaja, esperamos asimilar tus aportes ejemplificantes de vida, para que nos sirvan de nutrientes en este trasegar diario, en el que el día después toca levantarse y seguir respirando, y en el que no terminamos de interpretar el sentido de vivir.

Misión cumplida mamá, tu impulso maternal fue tan significante que nuestros caminos ya están señalizados y nuestra moral con combustible, mujer incansable, mujer gigante, guiño existencial, ya sé que continuaremos abrazándonos allí donde no anochece.

EL SABER PERDIDO

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Educarse ha sido un estandarte inobjetable en nuestro modo de vida. La dinámica social te empuja a hacerlo aunque no le veas claro su sentido. A la educación se la asocia con tu progreso, con un lugar en la sociedad, con la productividad, con la cultura, con la responsabilidad, y podríamos generalizar con las “sanas costumbres”.

Recuerdo que al terminar mi educación secundaria me sentí a la deriva. Acababa de terminar once años de azarosos estudios que encarnaron madrugadas obligadas, frustraciones sin duelo, memorizaciones enfermizas, competencias inanes por una nota, y tantos circuitos sin fin, que no me sirvieron para descifrar ese naufragio. Y la tirana dinámica social me botó en esa estación sin señalizaciones, me estrellé contra ese asfalto de la incertidumbre, sin guías, sin brújulas, sin recursos.

En solitario, el estómago me empujó a trabajar en lo que se presentara para seguir respirando. Para ese primer empleo era requisito el certificado de secundaria, aunque al desempeñar la labor solamente necesité saber leer y las operaciones aritméticas primarias. Para mi segundo empleo pasó igual. Para acceder a mi tercer empleo -el que tuve el resto del tiempo que pasé empleado- me exigieron más capacidades; pude sortear esas exigencias con talentos no construidos en esos largos años de educación secundaria.

Ya en ese trabajo, me matriculé en educación superior nocturna en Artes Plásticas, para potenciar mis habilidades y formalizar mis saberes buscando estabilizar mi empleo, ya con la convicción de que al menos lo que iba a aprender lo iba a aplicar parcialmente. Casi todos mis compañeros de entonces se habían graduado en lo que yo apenas iba a empezar. Lo hice con gusto porque el tema artístico era afín a mi labor de diseñador.

A menudo me cuestionaba por qué eso tuvo que ser así, por qué el esquema educativo te pone a estudiar tantos temas que no vas a aplicar en tu realidad. Debería enfocarse primero en descubrir las habilidades, potencialidades y gustos del niño para luego encarrilar su educación por esos caminos, en conjunción con las necesidades de progreso del país. Una vez escuché a la ministra de educación argumentar que esa educación básica y secundaria le proveía al joven una capacidad de abstracción que le serviría posteriormente para resolver dificultades diversas. Asimilé el argumento de la ministra más como mi propio consuelo a tanto tiempo y recursos despilfarrados. Un saber perdido que viene siendo un bofetada a la rampante inequidad, eternizada sobre la ignorancia de los votantes que eligen a sus gobernantes. Lo que después vi a mi alrededor siguió acrecentando mis cuestionamientos.

Emilse, una compañera de trabajo que se desempeñaba como auxiliar de calidad, se matriculó para estudiar de noche en la carrera profesional de Administración de Empresas. Muchos fueron los días que llegó con agotamiento, trasnochada de estudiar, de tareas, muchos afanes a la salida, muchos trabajos medio terminados en la oficina. Todos la felicitaban por estar estudiando. Después de graduarse como Administradora de Empresas, siguió trabajando como auxiliar el resto de su vida laboral. Su fotografía de grado adorna su cuarto y su diploma lo cuida con recelo en un archivo inactivo.

Algo similar aconteció con Milton y su carrera de Contaduría, con Daniel y su carrera de Derecho, con Gustavo y su Ingeniería Industrial. Los diplomas de sus tormentosas carreras profesionales nocturnas adornan las paredes de sus casas, pero siguieron laborando como vendedores. Se apuraron a estudiar obedeciendo una dinámica socioeconómica desarticulada, que los precipita a un esfuerzo descomunal sin una convicción auténtica de lo que quieren para su vida.

Quizá un día surja un ministro que reoriente el sistema educativo para enseñar en contexto, que logre articular el propósito formativo con las prioridades de progreso equitativo. La educación en nuestro país todavía está lejos de cumplir su papel como impulsador del progreso, lejos de explicarle al educando por qué está recibiendo tal o cual clase, lejos de ofrecerle las herramientas conceptuales para entender su entorno y cómo mejorarlo, lejos de enseñarle su condolencia hacia la otredad como seres sociales, que uno crece si los demás también. Aunque el impulso colectivo hacia el progreso del país le corresponda al Estado, el crecimiento integral como persona nos corresponde a cada cual, a descubrirnos como ente autónomo con propósitos de plenitud individuales, una plenitud que no deje espacio a incertidumbres existenciales.

Punto de No Retorno

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Una angina es la mensajera de la muerte, aunque con fecha indeterminada. Es el anuncio de haber ocasionado una condición de no retorno. Un anuncio con antifaz de amenaza real. Hasta ese punto de inflexión, yo pensaba que no le iba temer a la señora muerte. Debo reconocer que ha sido un impacto intimidante, al menos al empezar este nuevo presente. Toca seguir respirando.

Conforme pasan los días, semanas y meses, he ido asimilándolo y hasta le agradezco que me permitiera no dejar tantos asuntos pendientes. Creo que me es imposible lograr un paz y salvo con mi entorno, pero al menos voy a tratar de reducir ese déficit.

La muerte anda merodeando frecuentemente a nuestro lado, hace un par de días murió un vecino, y el vecindario lamentó: “se murió el señor canoso que mantenía sentado en la silla del ante-jardín”. Semanas atrás también: “murió el ingeniero del Land Rover verde que madrugaba tanto”. Y más atrás: “murió el señor ese que jugaba chance todos los días”. Presumo que mi etiqueta pueda ser: “el señor flaquito que iba a zumba”

Me topé con la angina un día trotando. Paradójicamente, eso es lo que me ha permitido contarlo hoy, ya inducirán porqué. Meses antes me había seducido la idea de participar en una carrera 10K, y empecé a prepararme, a mis 58 años. Ese insospechado episodio opresivo en brazo, axila y pecho me instó a consultar y contrastar diversas fuentes, los análisis de sangre arrojaron signos alarmantes, tanto, que el médico consultante de turno me recetó estatinas, sentenciando empezarlas inmediatamente para evitar un infarto mortal en los próximos 10 años. He leído las estadísticas que le dan la razón al médico general. Las cardiopatías ocupan el primer renglón, y de lejos, como las responsables del mayor número de muertes por causa natural.

Ese escandaloso primer causal de muertes debido al mismo origen, presumo que se debe a la falta de entendimiento en contexto de lo que significa padecer alguna cardiopatía. El conocer algo no implica necesariamente entenderlo. Pueda ser que hoy día con tanta información disponible, eso empiece a mejorar. Aunque se va a demorar, pues uno empieza a entender la dimensión del frío cuando padece una hipotermia. Tal vez la anterior analogía no sea válida, en tanto la angina es resultado de otra situación subyacente e irreversible: la aterosclerosis. Es una formación de placa que va obstruyendo el interior de las vasos sanguíneos, venciendo la función endotelial, en una progresión tan paulatina, que es imperceptible; pueden pasar varias décadas antes de que nuestro endotelio sofocado nos envíe esa mensajera anginosa, señal opresiva de haber arribado a una instancia sin retorno.

Hasta en eso nos parecemos a nuestra madre planetaria, de la cual se dice que pronto vamos a alcanzar una condición de no retorno, y esta civilización que ha presumido de tantos logros, sigue por la inercia absurda de acumulaciones individuales, sin acciones concretas para remediar colectivamente esa aterosclerosis climática del planeta.

La ciencia aún no ha desarrollado fármaco, dieta o procedimiento que concluyentemente revierta la aterosclerosis y que con ello se recuperen las funciones endoteliales, que es la pérdida objetiva de fondo. Lo existente hoy no apunta a ese fondo, sino a tratar de detener el engrosamiento de esas paredes vasculares por medio de fármacos; u otros métodos que apuntan es a corregir mecánicamente la obstrucción, con el consiguiente riesgo de desencadenamiento trombótico.

No soy docente, ni investigador, ni nada parecido, tal vez esté diciendo disparates médicos, son contextualizaciones mías propias, derivadas de información disponible a la que cualquiera puede acceder. De mi relato responderé meramente por mi matiz emocional y personal.

Retomando lo del entendimiento, de ese tema llevaba escuchando desde mi temprana juventud, creyendo que entendía qué era una arteria bloqueada y sus consecuencias, mientras mi modo de vida no era congruente con ello, precisamente por esa etapa de mi vida empezaba a hacer todo aquello que me ocasionaría esta situación irreversible de hoy.

Mi sangre va y vuelve a todos los tejidos de mi cuerpo manteniendo la vida, con cada pulsación que va desde esa bomba central que es el corazón hasta los confines más lejanos por medio de mis vasos sanguíneos (arterias y venas), esas vías se comenzaron a obstruir muy poco a poco desde mi temprana edad, y así pasó mucho tiempo sin aparentes inconvenientes, hoy día ese espacio de circulación de la sangre está estrecho en muchos sitios y en cualquier momento van a comenzar a colapsar, el flujo sanguíneo que transporta la vida un día no va a poder pasar y va a ocasionar que mi luz se apague. No puedo interpretar si saber cómo voy a morir sea un aliciente. Si es muerte natural, valga la aclaración, no sea que se me adelante otra forma de morir menos predictiva y más infame, como que la ocasione un evento ajeno.

Hoy en día estoy en modo de desafío a la opción de tratamiento ortodoxo de estatinas, y creo entender responsablemente los riesgos. Mi desafío consiste en lograr eso mismo, pero a través de retornar hacia el estilo de vida que debí haber tenido desde joven. Hasta ahora, después de nueve meses de cambios y ajustes en ese sentido, las cifras de los análisis sanguíneos parecen estar tornándose a mi favor. Debo reiterar que si no hubiera empezado a trotar, la angina no hubiera llegado con su mensaje previo, sino que la parca misma tal vez ya me habría llevado, y el vecindario seguramente habría comentado: “mira que se murió el señor flaquito que iba a zumba”.

Sobrepasar los próximos diez años de vida que promete el método convencional será otra meta volante a superar en esta otra carrera, ya no de 10K sino de 10Y (diez años) que me tenía reservada el destino. O sea que espero hacer un comentario a esta entrada en el 2031, ya con 68 años. Creo que los destinos los determinan diversas variables que orbitan nuestro entorno, y si como sociedad logramos instalar desde la juventud ese equilibrado estilo de vida, quizá por fin nuestro sistema de atención en salud sea sostenible.

Actualmente la aterosclerosis no se revierte, solo se puede prevenir, pero una cosa está lejos de la otra, ese es el punto diferencial entre un sistema preventivo y un sistema correctivo. Mientras tanto, las farmacéuticas seguirán siendo altamente rentables, produciendo y vendiendo costosas estatinas a todos los sistemas de salud correctivos, a los que no les interesa proteger y mantener la función endotelial.

SÁBADO MORTAL

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Me encuentro divagando qué habría pasado si hoy hubiera elegido no salir a la biblioteca y me hubiera quedado en casa, como todos los sábados. Es que hoy es sábado, aún no entiendo por qué decidí salir. La biblioteca queda después de un pasaje estrecho en el centro del caserío. Siendo las diez y cinco de la mañana tuve una cita mortal. Dos sicarios iban a cumplir la orden de asesinar a un profesor del colegio que todos los sábados a esa hora visitaba la biblioteca. En aquel pasaje estrecho previo, frente a la puerta de un billar, los matones vieron en mi al profesor y me mataron.

Muchas veces me había soñado que me asesinaban, o que moría, de distintas formas, o al menos llegaba hasta el momento inminente, ese cuando uno se despierta para verificar que no, que era el fin y comienzo de un ciclo de sueño. Esa molesta interrupción me servía para validar que mi cuerpo había recorrido al menos un ciclo completo de sueño reparador. Llegando a la biblioteca hice todo lo posible para despertarme, pero estoy viendo que fue el fin de otro tipo de ciclo, nada reparador, y no veo aún ningún otro inicio, tal vez sea por el aturdimiento del incidente.

Hubiera preferido morirme de una forma decorosa, o al menos elegida, o mal elegida por mí mismo, o consciente de su inminencia, como tantas de esas formas desafiantes que uno comete siendo joven, cuando cree que es indestructible, cuando todas las piezas corporales funcionan, se complementan y se reparan envidiablemente. Como aquella vez que, mar adentro desde una lancha, me lancé a unas aguas turbulentas, sin accesorio salvavidas y sin ser experto nadador. O como aquella vez que abordamos el auto que Lucho iba a conducir de regreso a casa después de una fiesta, estando él borracho. O como aquella vez cuando un comerciante sugestionado por la paranoia terrorista del momento, casi me dispara porque yo estaba señalando una vitrina de su almacén. O como cuando no existía el celular, en medio de un aguacero a media noche, con un amigo decidimos emprender una caminata por un camino selvático desconocido ayudados solo de una antorcha, en busca de una cabaña donde nos esperaba el resto del grupo. O como aquella vez que nuestro auto rebasó la línea amarilla de una doble vía y, siendo inminente una colisión de frente contra un tractocamión, le pude corregir la dirección del timón a mi atribulada conductora. O como aquella vez que a varios estudiantes nos metieron en un cepo de un batallón militar, y casi todos pensamos que nos iban a echar tierra encima. O como cualquiera de esos otros tantos episodios que pudieron tener ese final desafiante y abrupto pero predecible, fruto de esa juventud impetuosa que todos hemos querido prolongar.

Hasta que nos estalla en la cara alguna impotencia.

Incluso desde esta otra perspectiva, ya no desafiante sino de resignación, también hubiera preferido morirme de lo que ya sabía me tocaba morir si era de forma natural: un paro cardíaco, o cualquiera de los desenlaces fatales causados por el silencioso ateroma. O del cáncer posible hereditario por el que murió mi madre. O por la incapacidad que mi cuerpo tenía para asimilar los nutrientes necesarios. O del deterioro creciente que presentaba mi sistema nervioso. O por la falta de suficiente sueño reparador que estaba erosionando mis defensas. O por la porfía de mi metabolismo de atacarse a sí mismo creyendo que se defiendía. O por cualquiera de estas otras tantas sombras que paulatinamente se fueron colgando a mi existencia para menguarla de a poco.

Que lo maten a uno es un fin abrupto no autorizado, no es lo mismo que morirse preparado. Dentro de toda esa sustentación de las libertades que los libertarios defienden, paradójicamente no incluyen la libertad de elegir morir. Condenan la libre elección de morir cuando uno esté convencido que ya terminó su peregrinación aquí. Quisiera presentarles ésta situación y sugerirles que mejor se enfoquen en evitar los asesinatos, aunque lo crea improbable.

Este sábado no terminó para mi, en mi casa nadie me espera, solo mis mascotas que tal vez mueran de hambre antes que identifiquen mi casa. Con la disfuncionalidad de nuestro aparato investigador, creo que con suerte mi familia o amigos se darán cuenta de mi ausencia dentro de una semana o dos. La interactuación con ellos es incidental, no recurrente e inconstante. Lo más probable es que me hospeden en la morgue todos esos días, mientras me identifican.

Lo poco que me alienta es haberle salvado la vida al profesor, al menos temporalmente. Creo que tras las noticias, a los sicarios no les van a pagar el trabajo fácil que tuvieron conmigo. Cuando yo los vi acercarse pensé que me iban a preguntar por alguna dirección que no encontraban. Evidentemente estaban desubicados, y yo desprevenido. Sentí desprenderme de mi cuerpo al instante, y vi al profesor pasar después por la otra acera, cuando los curiosos ya rodeaban mi cadáver. Yo no conocía al profesor, pero en esta inesperada dimensión, hay una rara sensación de conocer todo lo que a uno concierne.

Para el profesor, éste sábado sí tuvo continuidad. Su esposa y sus dos hijos lo esperaban en casa para almorzar. Lo hicieron como siempre. No se pudieron alegrar porque un mártir desconocido quizá haya aplazado su desdicha. Tal vez nunca lo sabrán. Tal vez lo deduzcan si el sábado próximo los matones le aciertan al profesor. Tal vez encuentren en mi casa mis mascotas muertas de hambre y mi último retrato igual que mi vida, sin terminar.

La negra Traba

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Hay episodios en la vida que pasan desapercibidos pero que luego de mucho tiempo logran hacer parte de un contexto más depurado a medida que se adquiere información pertinente, aunque uno no la haya buscado para tal fin.

Desde mi infancia púber he sabido que las mujeres negras no son de mi gusto, nunca pretendí a ninguna. Ha sido para mis adentros, porque no recuerdo haberlo comentado con nadie. Creo que eso fue apenas normal, resultado de la influencia de un entorno racista discriminatorio hacia los negros, aun cuando la mayoría de quienes componíamos esos ámbitos éramos descendientes de indígenas, y por tanto, teníamos la piel trigueña a oscura, solo algunos pocos descendientes de paisas tenían la piel más clara.

Con esa insipidez hacia las negras permanecí siempre, a pesar que muchos compañeros presumían de las experiencias sexuales diferenciadoras que proveían las negras. Paradójicamente, a esto último yo no le daba valor, lo interpretaba abusivo y machista que se hablase de ellas solo como un objeto masturbador desechable.

Hace poco tuve la espontánea iniciativa de hacer algún retrato de alguien de raza negra y entonces me llegó de tiempo atrás un episodio con carga de vergüenza, tal vez porque ahora cargue el criterio que no tenía en aquel entonces.

Recién salidos del bachillerato, mi compañero William y yo trabajábamos en una pequeña empresa empacadora. Llevábamos 28 días trasnochando, esa empresita estaba de moda en el barrio porque varios amigos, mi hermano Yohn y mi mamá trabajábamos allí. William y yo hacíamos ese turno de noche, el duro, el pesado. Pasábamos una harina de unos costales gigantes hacia bolsas pequeñas, les ajustábamos el peso y luego las cosíamos, después las arrumábamos en las estibas, listas para su transporte. Pronto llegaría el día de pago, los que trasnochábamos ganábamos más dinero a costa de amanecer como bichos de panadería.

Hombres y mujeres, adultos y jóvenes, capataces y subordinados, interactuábamos en las labores diarias y obviamente la dualidad de género produce atracciones no siempre correspondidas. Teníamos una compañera de trabajo negra, Traba era su apodo, porque parecía mantener trabada, por sus ojos brotados e irritados, párpados caídos y desobediente cabello ensortijado, eran conjeturas. Nadie sabía su nombre real, pero a ella eso no le incomodaba. La negra Traba debía ser varios años mayor que nosotros, su cara no nos parecía agraciada, aunque irradiaba simpatía casi siempre riendo y bromeando, pero lo que más nos llamaba la atención era la compañera con la que mantenía, Natalia, de piel clara, de la edad nuestra, y que sí nos parecía bonita.

Después de cierto tiempo de compartir momentos con Traba y Natalia en el trabajo y en los descansos, por fin maquinamos la forma de salir a rumbear los cuatro, ellas aceptaron, Traba sin dudas, Natalia no tanto. Por la cabeza de cada uno de nosotros dos rondaba la optimista idea de emparejarse en la rumba con Natalia y que el otro se quedara con Traba.

El día llegó, pero Natalia no asistió. Esperamos con paciencia la llegada de la chica deseada, teorizamos sobre muchas causas, de ir por ella a su casa, de rumbear allá o acá, Traba no lograba comunicarse con ella. Nos sentamos en una cafetería a esperar más, pero fue en vano, Natalia al poco tiempo le avisó a Traba que su papá no la dejó salir. Al principio William y yo pretendimos aparentar que no nos importaba y que podíamos pasarla bien los tres, conversamos de diversos temas pero nunca de emprender la rumba planeada. Apenas entonces nos dimos cuenta que no teníamos plan B, ni siquiera pedimos la segunda cerveza. La negra hasta ofreció que fuésemos a su casa a tomar, rumbear y divertirnos, y que llamáramos a otros compañeros, que la noche era joven, que había que terminar lo empezado, que la vida continúa, que los ausentes son los que se la pierden, y todos esos argumentos motivacionales de tal coyuntura. La desilusión debió notarse dramáticamente en nuestros rostros, porque Traba sin esforzarse mucho nos refregó en nuestra cara: “no se sabe cual de los dos está más tragado de Natalia”. Lo dijo con una cara de desconcierto genuino que nos dejó sin respuesta. Una diplomacia directa, contundente e irrefutable. Para nosotros el episodio había terminado y nos despedimos con un “otra vez será”. De regreso a casa nos bromeábamos a cerca de a cual de los dos le hubiera tocado rumbear con Traba. Ni nos dimos por enterados de la sobria personalidad de la negra.

Con el caparazón del descaro juvenil, ni siquiera sentimos vergüenza. Traba para nosotros no pasó de ser la de los recados. De nuevo en el trabajo indagamos a Natalia, ella vivía en un barrio subnormal, peligroso y de difícil acceso, por eso su papá no la dejaba salir. Como su casa resultó estar relativamente cerca de nuestro barrio, nos ofrecimos ir a su casa a visitarla, sin la intermediación de Traba. Y así fue. Nos perfumamos de valientes conquistadores y nos lanzamos, la noche acordada de un sábado llegamos hasta la casa de Natalia. Nos recibió amablemente y departimos en sana competencia con William, por demostrar quien le parecía más simpático, cual petirrojos silbando nuestro mejor canto, bailando nuestro mejor paso para impresionar a la petirroja. William tenía a su favor la innegable simetría de su rostro que le proveía atracción física, pero gagueaba al hablar, mientras yo trataba de edulcorar mi asimetría facial con la soltura de mi lenguaje, fruto de leer a Richard Bach o las técnicas de Dale Carnegie en aquellos tempranos años. La visita terminó sin un dictamen determinante para esa franca lid y pasadas las 10 de la noche partimos a casa.

Pero nos esperaba un trago amargo en el camino de regreso. Un auto a toda velocidad y sin control casi nos atropella al pasar por nuestro lado, nos apresuramos a treparnos al andén como instinto de conservación. Un campero con varios agentes de policía armados venía detrás y nos detuvieron, el conductor borracho del auto nos acusó de intento de robo y los policías nos subieron a empujones con las cachas de sus rifles hasta la jaula del campero. Pedíamos explicaciones, pero los policías nos respondían con alaridos y amenazas de más represión si seguíamos reclamando. Nos tocó amanecer en la estación de policía del sector y nos liberaron al otro día sin más.

Natalia no volvió más al trabajo y nuestro ímpetu juvenil no alcanzaba para desafiar aquel tenebroso barrio. No fue descabellado pensar que el papá de Natalia era el borracho del carro y que también era policía, especulábamos entre risas anecdóticas después.

No exploramos más en esa aventura intimidadora, tampoco Traba nos volvió a mencionar a su linda excompañera. Así me resbaló este episodio racista de injusto desdén juvenil del que me percaté bastante tarde, aunque pueda ser que un día Traba se cruce con esta historia intencionadamente reivindicadora, que decidí ilustrar con su “retrato hablado-recordado”. Tampoco sé si a estas alturas William recordará este incidente desde el país lejano al que le tocó emigrar, como tantos de mi familia y generación a la que ésta sociedad les excluyó de oportunidades de progresar en su tierra natal.

NAUFRAGIO

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Tal vez no sea posible reparar las ausencias, lejanas o cercanas; las lejanas, por una lógica temporal, espacial y sustancialmente de caducidad emocional dual y mutua; las cercanas, porque al suponerlas circunstanciales, reemplazables, leves e indoloras, se vuelven lejanas sin percibirlo. Lo paradójico es que esa caducidad emocional de una ausencia lejana pareciera negarse a sí misma, como si nunca caducara, como una deuda sin pagar, pero con una desafortunada mutación desde lo dual hacia lo individual. Ambos componentes de la ausencia se quedan huérfanos: quien produjo la ausencia no la puede pagar, y quien padeció la ausencia no la puede redimir.

Para Eliseo es un juego infame del devenir del tiempo, que nos recuerda cuan valioso es el presente, cuan valioso puede llegar a ser un momento de compañía, y nos mantiene cobrando ese yerro cada cierto tiempo presente para hacerlo más sufrible.

Eliseo produjo incontables ausencias, que habrán ocasionado daños inconmensurables. Muchas han de haberse extinguido por cada una de sus lógicas, y las que puede recordar son dardos que siempre va a llevar consigo. Las ausencias más dolorosas son las filiales. Un hijo es un préstamo, una ausencia a un hijo es agua de río que no regresa, una cita irrepetible. Aunque intentó con sus hijos mantener un paralelo permanente respecto de su situación hacia sus padres, dizque para no cometer las mismas equivocaciones, no logró tal objetivo completamente. Procuró mantener ese holograma en cada situación pero quedó lejos de esa maestría. Reconociendo esto, se topó con una declaración pública de su hija Juliana elevándolo al grado de mejor amigo, entonces lo apabulló el desconcierto evocando parte de una frase de canción: “¿ cuánto de niño pedí ?, ¿ cuánto de grande logré ?”. ¿ Será que Eliseo esperaba de sus padres, más de lo que sus hijos esperaban de él ?.

Independiente de esas correlaciones, que no las encuentra justificadoras, debe desnudar su culpa ante si mismo y ante su hija, fueron incontables sus ausencias, sus equivocaciones, sus omisiones, sus huidas, sus faltas y todo eso que se adolece cuando no se vive bajo el mismo techo: Juliana padeció la separación de sus padres a muy temprana edad, Eliseo no sabe cómo conserva su hija en sus recuerdos -si es que lo conserva- aquel abrupto cambio de estar siempre juntos a de pronto ya no estar. Un día él se fue porque ya no podía más estar allí, pero no se lo pudo explicar. A pesar que en lo sucesivo, iba muy frecuentemente y compartían momentos con ella, el abismo que se abre es incontenible, es el agua escapando entre los dedos sin poder evitarlo, es partir en un tren del tiempo-espacio viendo cómo se pierde a lo lejos la estación.

Aunque hay situaciones que no se le borran, como que el día que la niña nació, lo llevó a la clínica su compañero Antonio, para que llegara rápido, y en el camino -dialogando- lo aterrizó a cerca del cambio que su vida estaba experimentando. O como cuando desde poco después de nacer y durante meses, la cargaba en un canguro de tela de dril azul -que otro compañero Raúl le prestó- hasta cuando empezó a caminar. También cuando pasaron un fin de año ella y él solos, mientras se divisaban a lo lejos las batallas absurdas y sanguinarias entre las pandillas de aquel barrio periférico en que vivían. O cómo llegó a intentar versos para una canción en su nombre y hasta la cantaba aplicándole los únicos tres acordes de guitarra que se sabía. Tampoco olvida la mítica enfermedad del “mal de ojo” que padeció Juliana bebé, y que al no sanar en el hospital, un vecino taxista los llevó donde Saturia, una señora que la curó a punta de hierbas humeantes, infusiones y maniobras misteriosas.

Otros muchos episodios les arrancaron risas y lágrimas, cansancios y regocijos, angustias y euforias, hasta que un día Eliseo se fue, y ese resorte vinculante fue padeciendo una intermitencia dolorosa. Le había hecho centenares de fotografías -de las de cámara de rollo-, y le siguió haciendo también después. En las fotografías se quedan eternizados casi siempre momentos gloriosos, debe ser porque se intenta suprimir el dolor sobornando a la memoria. Tampoco queda registrado el abandono con el que seguramente a Juliana le tocó tomar duras decisiones a solas, siendo niña, siendo púber, siendo adolescente, siendo mujer, siendo rebelde, siendo valiente, siendo negligente, siendo responsable, siendo todo eso sin el cobijo de él. Ningún prodigioso homenaje pictórico que él le haga, compensa tal desamparo.

Ante la inesperada y bondadosa expresión de amistad de su hija, Eliseo ha pensado que tal vez a esta altura, ya adulta, aquella ya lejana separación de sus padres, ella la ponderó a favor suyo. No se ve merecedor de ese gesto hacia él. Su grandeza lo abruma, cree que por eso a ella le alcanza para ser condescendiente con él. Juliana hoy es mejor artista que él, vive de su talento artístico y de su tenacidad de carácter, ha sobrepasado todos los sinsabores propios de crecer como le ha tocado. Él ni siquiera tuvo la entereza de seguir su rol artístico de aquel entonces. Y lo que siente ahora es el ahogo de una misión incompleta, de un perdón que necesita cual victimario.

No se siente capaz de confesar todas sus culpas a alguien, para que ningún experto lo justifique, sus aflicciones siguen ahí en ese desván al que obligadamente accede cada cierto tiempo, inclemente. Es solo que ese indolente desván hoy le escupió su más grande congoja: el no haber podido incorporar a su hija a su vida posterior y actual. Su incapacidad de discurso apropiado y oportuno, su falta de claridad contextual y argumentativa para promover transformaciones que lograran esa integración anhelada. Juliana nunca ha interactuado con su hermano menor, el otro hijo de Eliseo, él no tiene ninguna foto de sus dos hijos juntos, ese momento no ha existido, y esa divergencia sigue ahí, ha sido su más grande naufragio.