Apuesta ganada

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El acompañamiento mutuo, permanente, el contar con una persona a tu lado en ese desarrollo, es una apuesta descabellada pero prudente a la vez. Es una dicotomía que nos mantiene alerta, es como un espejo que nos califica cada acto; ineludible, puntual, estricto, implacable; pero también necesario, confiable y hasta entrañable.

Nunca he estado solo, nunca me he sentido solo. Por eso, no temerle a la soledad es apenas una presunción. En este otoño de una vida acompañada, la inminencia de un invierno fatídico se va acercando como un rollo de hilo que a medida que se va agotando, va rotando más rápido, inclemente. A esa inminencia le orbita un componente aleatorio ambiguo, pues uno con el paso del tiempo bajo esta condición de pareja, suele pensar en dos direcciones. No solo considero la probabilidad de mi soledad, sino también la probabilidad de la soledad de ella. Involuntariamente regurgita una suerte de competencia de supervivencia. Irrumpe un resorte dubitativo entre quién de los dos pueda sortear más eficientemente su soledad. En una espontánea elucubración primaria, preveo que ella sortearía mejor mi ausencia definitiva, echando mano de su actitud e inclinación familiar. De mi parte, prefiero no imaginar su ausencia definitiva, además porque si de evidencias de deterioro en salud se trata, ostento varias notas en mi contra. Es como si evocara aquella canción dedicada de la ilustración.

A las puertas de esta nostalgia invernal me sobrevienen registros inolvidables que dan fe de una historia que me la encuentro en los rincones de la casa, en objetos vetustos, en imágenes vigentes, en aromas persistentes, en remoquetes únicos, en la música de la radio, en un sabor de comida evocador, en una argolla recordando ese glorioso veintidós.

Empezamos esta aventura hace tiempo ya. Fue una apuesta audaz, casi desesperanzadora a los ojos de muchos. Nos daban por perdidos o por perdedores. Yo no sé si aquellos que nos señalaban, al menos habían llegado a donde nosotros ahora. Es cierto que fuimos desafiantes, temerarios y que nos la jugamos casi a ciegas por una pasión a la que le encontrábamos algún destello de eternidad diferente a aquellos enamoramientos cursis de esa pubertad ya lejana.

Hay diversos lugares, parques, calles, esquinas, mesas, caminos, vidrios y más, todos sitios públicos, pero ajenos a nuestras actividades cotidianas, que se convertían en furtivos cómplices de nuestra mutua contemplación. Aquella mujer se demoró en llegar, pero valió la pena. Tal vez nuestros destinos esperaban el momento exacto de ese eclipse vital.

La vida entera es un gran manojo de cápsulas que se nos van agotando sin percibirlo, y que olvidamos contarlas, clasificarlas y valorarlas para guardarlas o eliminarlas. Momentos mágicos unos y angustiosos otros, todos haciendo parte de la misma escalera. En mis íntimas graficaciones preadolescentes con las que construía a mi futura compañera de viaje ideal, me llegaban sensaciones de su piel, de su cabello, de su esbeltez, de su aroma, de su alegría, de su timbre, de su color, de su pudor, de su cautela; me llegaban sueltas las piezas. Por meses, por años. Hasta que un día irrumpió portentosa, sin permiso, estrepitosa, como cuando se llega tarde a una cita; exultante y ansiosa, como cuando el milagro sucede en el tiempo adicional, así me llegó el componente final para completar mi puzzle.

Entonces todo se nubló alrededor, su explosión de colores llenó de vértice a vértice mis retinas, y como bosques floridos, ese otro big bang se convirtió en mis orejeras, mis nuevas fronteras, mi prioritario enfoque, mi profundidad de campo, mi complemento, el motivador de obturación, el objetivo de mi lente. Yo le imbuía un brillo tal, que no precisaba flashes. Ella me seguía el ritmo, deshinibida. Hasta que llegó aquel marzo de inflexión.

Nos dedicamos canciones, nos escribimos notas y poemas, nos escapamos del deber, nos citamos a escondidas, le mentimos a nuestros jefes, nos miramos alelados, nos inventamos claves comunicativas, desciframos laberintos, arriesgamos lo seguro, nos contamos lunares, nos reímos en lugares solemnes, nos vimos a la salida, saboreamos un helado de la misma copa, usábamos seudónimos, corrimos a encontrarnos, bailamos sin música, nos hicimos un estudio de numerología, abrimos una cuenta bancaria común, modelamos el uno para el otro, comimos con las manos, nos levantamos tarde, ninguno quería colgar la llamada. Nos abrazamos en moto, en lancha, en autobús, en avión, en barco, en automóvil, a pie. Nos amamos en horarios impensados, en lugares clandestinos, en situaciones inauditas, en frecuencias no contables, en días memorables. Una lujuria redentora, un júbilo reincidente.

Y continuamos juntos todos esos años después, esos años de los que no dan cuenta las fábulas, esos de hombro a hombro, de empujar en la misma dirección, esos de paternidad, de cobijo, de tareas, de recompensas, de orgullos, de cumpleaños y aplausos. Nos casamos muchos años después, pero decidimos que las argollas no llevaran grabada la fecha de ese día jurídico, sino la fecha de inflexión de aquel beso primero que nos ha lanzado hasta hoy.

Como hoy, me suele pasar que empiezo el día con vaticinios de soledades inminentes, pero termino embadurnado de mieles imborrables que prevalecen más.

Misión Cumplida

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Sabemos que para este momento de transición, por momentos incomprensible, están destinadas muchas lágrimas que aún son de acá, humanas y terrenas, recíbelas por favor como un tributo a tu grandeza, y con tu horizonte ahora más amplio, comprende nuestras limitaciones.

Te sentimos aquí presente, aunque ahora nos lleves ventaja, esperamos asimilar tus aportes ejemplificantes de vida, para que nos sirvan de nutrientes en este trasegar diario, en el que el día después toca levantarse y seguir respirando, y en el que no terminamos de interpretar el sentido de vivir.

Misión cumplida mamá, tu impulso maternal fue tan significante que nuestros caminos ya están señalizados y nuestra moral con combustible, mujer incansable, mujer gigante, guiño existencial, ya sé que continuaremos abrazándonos allí donde no anochece.

EL SABER PERDIDO

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Educarse ha sido un estandarte inobjetable en nuestro modo de vida. La dinámica social te empuja a hacerlo aunque no le veas claro su sentido. A la educación se la asocia con tu progreso, con un lugar en la sociedad, con la productividad, con la cultura, con la responsabilidad, y podríamos generalizar con las “sanas costumbres”.

Recuerdo que al terminar mi educación secundaria me sentí a la deriva. Acababa de terminar once años de azarosos estudios que encarnaron madrugadas obligadas, frustraciones sin duelo, memorizaciones enfermizas, competencias inanes por una nota, y tantos circuitos sin fin, que no me sirvieron para descifrar ese naufragio. Y la tirana dinámica social me botó en esa estación sin señalizaciones, me estrellé contra ese asfalto de la incertidumbre, sin guías, sin brújulas, sin recursos.

En solitario, el estómago me empujó a trabajar en lo que se presentara para seguir respirando. Para ese primer empleo era requisito el certificado de secundaria, aunque al desempeñar la labor solamente necesité saber leer y las operaciones aritméticas primarias. Para mi segundo empleo pasó igual. Para acceder a mi tercer empleo -el que tuve el resto del tiempo que pasé empleado- me exigieron más capacidades; pude sortear esas exigencias con talentos no construidos en esos largos años de educación secundaria.

Ya en ese trabajo, me matriculé en educación superior nocturna en Artes Plásticas, para potenciar mis habilidades y formalizar mis saberes buscando estabilizar mi empleo, ya con la convicción de que al menos lo que iba a aprender lo iba a aplicar parcialmente. Casi todos mis compañeros de entonces se habían graduado en lo que yo apenas iba a empezar. Lo hice con gusto porque el tema artístico era afín a mi labor de diseñador.

A menudo me cuestionaba por qué eso tuvo que ser así, por qué el esquema educativo te pone a estudiar tantos temas que no vas a aplicar en tu realidad. Debería enfocarse primero en descubrir las habilidades, potencialidades y gustos del niño para luego encarrilar su educación por esos caminos, en conjunción con las necesidades de progreso del país. Una vez escuché a la ministra de educación argumentar que esa educación básica y secundaria le proveía al joven una capacidad de abstracción que le serviría posteriormente para resolver dificultades diversas. Asimilé el argumento de la ministra más como mi propio consuelo a tanto tiempo y recursos despilfarrados. Un saber perdido que viene siendo un bofetada a la rampante inequidad, eternizada sobre la ignorancia de los votantes que eligen a sus gobernantes. Lo que después vi a mi alrededor siguió acrecentando mis cuestionamientos.

Emilse, una compañera de trabajo que se desempeñaba como auxiliar de calidad, se matriculó para estudiar de noche en la carrera profesional de Administración de Empresas. Muchos fueron los días que llegó con agotamiento, trasnochada de estudiar, de tareas, muchos afanes a la salida, muchos trabajos medio terminados en la oficina. Todos la felicitaban por estar estudiando. Después de graduarse como Administradora de Empresas, siguió trabajando como auxiliar el resto de su vida laboral. Su fotografía de grado adorna su cuarto y su diploma lo cuida con recelo en un archivo inactivo.

Algo similar aconteció con Milton y su carrera de Contaduría, con Daniel y su carrera de Derecho, con Gustavo y su Ingeniería Industrial. Los diplomas de sus tormentosas carreras profesionales nocturnas adornan las paredes de sus casas, pero siguieron laborando como vendedores. Se apuraron a estudiar obedeciendo una dinámica socioeconómica desarticulada, que los precipita a un esfuerzo descomunal sin una convicción auténtica de lo que quieren para su vida.

Quizá un día surja un ministro que reoriente el sistema educativo para enseñar en contexto, que logre articular el propósito formativo con las prioridades de progreso equitativo. La educación en nuestro país todavía está lejos de cumplir su papel como impulsador del progreso, lejos de explicarle al educando por qué está recibiendo tal o cual clase, lejos de ofrecerle las herramientas conceptuales para entender su entorno y cómo mejorarlo, lejos de enseñarle su condolencia hacia la otredad como seres sociales, que uno crece si los demás también. Aunque el impulso colectivo hacia el progreso del país le corresponda al Estado, el crecimiento integral como persona nos corresponde a cada cual, a descubrirnos como ente autónomo con propósitos de plenitud individuales, una plenitud que no deje espacio a incertidumbres existenciales.

Punto de No Retorno

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Una angina es la mensajera de la muerte, aunque con fecha indeterminada. Es el anuncio de haber ocasionado una condición de no retorno. Un anuncio con antifaz de amenaza real. Hasta ese punto de inflexión, yo pensaba que no le iba temer a la señora muerte. Debo reconocer que ha sido un impacto intimidante, al menos al empezar este nuevo presente. Toca seguir respirando.

Conforme pasan los días, semanas y meses, he ido asimilándolo y hasta le agradezco que me permitiera no dejar tantos asuntos pendientes. Creo que me es imposible lograr un paz y salvo con mi entorno, pero al menos voy a tratar de reducir ese déficit.

La muerte anda merodeando frecuentemente a nuestro lado, hace un par de días murió un vecino, y el vecindario lamentó: “se murió el señor canoso que mantenía sentado en la silla del ante-jardín”. Semanas atrás también: “murió el ingeniero del Land Rover verde que madrugaba tanto”. Y más atrás: “murió el señor ese que jugaba chance todos los días”. Presumo que mi etiqueta pueda ser: “el señor flaquito que iba a zumba”

Me topé con la angina un día trotando. Paradójicamente, eso es lo que me ha permitido contarlo hoy, ya inducirán porqué. Meses antes me había seducido la idea de participar en una carrera 10K, y empecé a prepararme, a mis 58 años. Ese insospechado episodio opresivo en brazo, axila y pecho me instó a consultar y contrastar diversas fuentes, los análisis de sangre arrojaron signos alarmantes, tanto, que el médico consultante de turno me recetó estatinas, sentenciando empezarlas inmediatamente para evitar un infarto mortal en los próximos 10 años. He leído las estadísticas que le dan la razón al médico general. Las cardiopatías ocupan el primer renglón, y de lejos, como las responsables del mayor número de muertes por causa natural.

Ese escandaloso primer causal de muertes debido al mismo origen, presumo que se debe a la falta de entendimiento en contexto de lo que significa padecer alguna cardiopatía. El conocer algo no implica necesariamente entenderlo. Pueda ser que hoy día con tanta información disponible, eso empiece a mejorar. Aunque se va a demorar, pues uno empieza a entender la dimensión del frío cuando padece una hipotermia. Tal vez la anterior analogía no sea válida, en tanto la angina es resultado de otra situación subyacente e irreversible: la aterosclerosis. Es una formación de placa que va obstruyendo el interior de las vasos sanguíneos, venciendo la función endotelial, en una progresión tan paulatina, que es imperceptible; pueden pasar varias décadas antes de que nuestro endotelio sofocado nos envíe esa mensajera anginosa, señal opresiva de haber arribado a una instancia sin retorno.

Hasta en eso nos parecemos a nuestra madre planetaria, de la cual se dice que pronto vamos a alcanzar una condición de no retorno, y esta civilización que ha presumido de tantos logros, sigue por la inercia absurda de acumulaciones individuales, sin acciones concretas para remediar colectivamente esa aterosclerosis climática del planeta.

La ciencia aún no ha desarrollado fármaco, dieta o procedimiento que concluyentemente revierta la aterosclerosis y que con ello se recuperen las funciones endoteliales, que es la pérdida objetiva de fondo. Lo existente hoy no apunta a ese fondo, sino a tratar de detener el engrosamiento de esas paredes vasculares por medio de fármacos; u otros métodos que apuntan es a corregir mecánicamente la obstrucción, con el consiguiente riesgo de desencadenamiento trombótico.

No soy docente, ni investigador, ni nada parecido, tal vez esté diciendo disparates médicos, son contextualizaciones mías propias, derivadas de información disponible a la que cualquiera puede acceder. De mi relato responderé meramente por mi matiz emocional y personal.

Retomando lo del entendimiento, de ese tema llevaba escuchando desde mi temprana juventud, creyendo que entendía qué era una arteria bloqueada y sus consecuencias, mientras mi modo de vida no era congruente con ello, precisamente por esa etapa de mi vida empezaba a hacer todo aquello que me ocasionaría esta situación irreversible de hoy.

Mi sangre va y vuelve a todos los tejidos de mi cuerpo manteniendo la vida, con cada pulsación que va desde esa bomba central que es el corazón hasta los confines más lejanos por medio de mis vasos sanguíneos (arterias y venas), esas vías se comenzaron a obstruir muy poco a poco desde mi temprana edad, y así pasó mucho tiempo sin aparentes inconvenientes, hoy día ese espacio de circulación de la sangre está estrecho en muchos sitios y en cualquier momento van a comenzar a colapsar, el flujo sanguíneo que transporta la vida un día no va a poder pasar y va a ocasionar que mi luz se apague. No puedo interpretar si saber cómo voy a morir sea un aliciente. Si es muerte natural, valga la aclaración, no sea que se me adelante otra forma de morir menos predictiva y más infame, como que la ocasione un evento ajeno.

Hoy en día estoy en modo de desafío a la opción de tratamiento ortodoxo de estatinas, y creo entender responsablemente los riesgos. Mi desafío consiste en lograr eso mismo, pero a través de retornar hacia el estilo de vida que debí haber tenido desde joven. Hasta ahora, después de nueve meses de cambios y ajustes en ese sentido, las cifras de los análisis sanguíneos parecen estar tornándose a mi favor. Debo reiterar que si no hubiera empezado a trotar, la angina no hubiera llegado con su mensaje previo, sino que la parca misma tal vez ya me habría llevado, y el vecindario seguramente habría comentado: “mira que se murió el señor flaquito que iba a zumba”.

Sobrepasar los próximos diez años de vida que promete el método convencional será otra meta volante a superar en esta otra carrera, ya no de 10K sino de 10Y (diez años) que me tenía reservada el destino. O sea que espero hacer un comentario a esta entrada en el 2031, ya con 68 años. Creo que los destinos los determinan diversas variables que orbitan nuestro entorno, y si como sociedad logramos instalar desde la juventud ese equilibrado estilo de vida, quizá por fin nuestro sistema de atención en salud sea sostenible.

Actualmente la aterosclerosis no se revierte, solo se puede prevenir, pero una cosa está lejos de la otra, ese es el punto diferencial entre un sistema preventivo y un sistema correctivo. Mientras tanto, las farmacéuticas seguirán siendo altamente rentables, produciendo y vendiendo costosas estatinas a todos los sistemas de salud correctivos, a los que no les interesa proteger y mantener la función endotelial.

Adiós al silencio

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Bailarina1El silencio debería ser hermano de la soledad, o al menos, pariente cercano; ambos íntimos y personales. Los he cuidado esmeradamente como mascotas omnipresentes desde mi niñez; invaluables y necesarios para la reflexión, la sanación, la creación, el reinicio emocional, el grito inflexivo, el llanto eufórico, la catarsis y tantas cosas más.

He perdido el silencio. Incomprensible confesión. Absurdo para los demás. Descripción imposible. No supe el momento exacto en que empecé a perderlo, aquel zumbido invasor se fue aposentando lentamente en mi centro auditivo sin mi permiso, con la sutileza de un felino, aprovechándose del bullicioso entorno de nuestra esclavizante rutina laboral. No es estridente pero agota, no es protagonista pero estorba, no desespera pero lo intenta, no es limitante pero reduce, no incapacita pero interfiere, no irrita pero erosiona, no deprime pero insiste, no horroriza pero intimida, no me va a matar pero me aísla.

Se suele pensar que uno empieza a apreciar las cosas cuando las pierde, pero esta ausencia no es una aplicación de ese postulado, mi silencio lo sabe; compartimos tanto, creamos tanto, sollozamos tanto. No era solo una mascota primorosa; su hermana, mi soledad, ya no luce tan hermosa sin su silencio, se le dificulta cantar, me mira inconsolable, lejana, y aunque me acoge con su maternal concordia, su motivación se ha reducido proporcionalmente al terreno invadido.

No pretendo que esto sea un réquiem. Estoy declarando que ese ruido no ha sido bienvenido, no lo llamé, no lo pedí, no lo he adoptado pero sigue allí, ha tomado la silla de uno de mis valores más preciados, ha provocado la partida de mi silencio mimado.

Pero cada día lo espero. Cada despertar es una nueva oportunidad que llegue de nuevo a casa. Cada bostezo, cada canción, cada estiramiento, cada masticación, cada inmersión, cada impacto, cada chicle, cada gripa, cada actividad que influya en mi centro auditivo, la monitoreo con la esperanza que algún componente desacomodado vuelva a su lugar.

Ese zumbido permanente, a veces se me parece al de los grillos en la noche, otras veces al motor de una vieja nevera, otras veces a una fábrica lejana, todos interminables. Con ello, mis actividades han ido transformándose, cediendo irremediablemente. Hay ciertos timbres de voces que se me dificulta entender, especialmente los tonos graves, los tonos agudos no tanto. Algunas voces retumban entre las palabras. Mis conversaciones duales ya no son plácidas, y las grupales son insostenibles, increíblemente converso más cómodamente vía telefónica y me va mejor con las películas subtituladas. Quedo casi nulo en una conferencia a viva voz, muy a menudo contextualizo con las palabras dispersas captadas y otras veces doy por entendida una frase apoyado solamente en el gesto del interlocutor.

Ya sé que hay quienes resisten padecimientos peores. Sin embargo, puedo palpar a mi alrededor la tremenda subvaloración que la mayoría de la gente tiene del silencio. No se le considera en su real dimensión. Observo mucha gente buscando rellenar de alguna forma su privacidad, su intimidad, su subjetividad; y con ello desalojan sin piedad sus silencios, embuten su vida con lo que les dicta el tirano sistema mercantil. El silencio es parte integral de la música, y de la vida. Es así como intento su justa reivindicación, al menos para mi que lo he disfrutado tanto y por lo cual su ausencia es un padecimiento mayúsculo.

En momentos de desconcierto y debilidad intento descubrir cómo y por qué sucedió. En eso encuentro testimonios desalentadores de otras víctimas de éste tinnitus; algunos hasta le llaman el silbido del infierno, otros que se curaron transitoriamente con fármacos pero recayeron después, otros han formado grupos internacionales de apoyo sicológico mutuo, otros hacen chistes crueles. También hay muchos que sin escrúpulos promocionan curas milagrosas con tal de aumentar tráfico en su sitio. He leído opiniones que la clasifican entre las enfermedades desatendidas por la ciencia. Y hay otras que no la consideran enfermedad sino un síntoma. También le llaman acúfeno. Entre tantas causas que infieren algunos estudios consultados, es probable que haya sido haber estado diez años expuesto a una ventana aledaña a una avenida atestada de tráfico ruidoso permanente; otra probabilidad, interna, es que sea el ruido que genera una alta actividad neuronal. Otros creen que una hipoacusia puede ocasionar que el cerebro intente reponer esa pérdida generando el ruido. Hasta la presión sanguínea ha sido señalada. Quizá hasta emerja el erudito que trate de convencernos que a la larga, el silencio es solo un ruido más.

No quiero ruido blanco para taparlo, tampoco que me convenza un sicólogo, ni prótesis, y menos acostumbrarme a él. Con los fármacos me atrevería a ensayar mientras no sean permanentes. Todavía creo que es una broma de la vida, mientras imagino ese momento mágico del cese del silbido, esa calma como cuando apagamos el refrigerador. Ya me he acostumbrado a la indiferencia del entorno por mi situación, y tampoco preciso de su conmiseración. Mi silencio, te sigo esperando con la paciencia del padre cuando un hijo sale sin despedirse.

El paciente Marcos

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Marcos retratoMarcos intuía que era la hora de buscar comida y en ese camino se encontró a otro habitante de calle, Arturo, que parecía más resignado que él, pues le dijo que había llegado a ese sitio para quedarse, que nada de ese otro mundo paralelo que llaman cotidiano le interesaba, como si padeciera una decepción irremediable. Marcos pensaba que nadie navegaba más abajo que él, pero la amargura de Arturo era demoledora.

Casi susurrando, le dijo a Arturo que oírlo a él lo estaba empezando a hacer pensar en sí mismo, dejando escapar una vana sonrisa, mientras iban llegando a comer.

Alrededor de las cinco de la tarde van llegando al “destapao”, sitio en que un grupo de voluntarios solidarios y generosos todos los días llegan a esa hora con aguadepanela con queso y pandebono para regalarles a estos desventurados. El “destapao” es un lugar abierto, adoquinado, cerca a un puente donde siempre hay vigilancia policial, por lo cual es utilizado por aquellos ciudadanos con esta capacidad filantrópica. Después de saludar con indeterminados levantes de ceja a otros varios indigentes, hicieron fila para recibir lo que les obsequiaban y se comieron eso sin saciarse, el hambre nunca se quitaba pero se dejaba distraer, Arturo retomó la conversación.

Le pregunta a Marcos por qué su amargura, la de Arturo, le sirve de consuelo, y si era tanto que estaría pensando en rehabilitarse.

Marcos envidia que Arturo tuvo la vida fácil que él no pudo tener y sin embargo la desechó; con tristeza inocultable Marcos le aclara que no llegó hasta allí por las mismas decepciones de Arturo.

Para Arturo, lo que escucha es una pena que quisiera ayudar a reparar, quizá Marcos sí hubiera encontrado esa salida al laberinto esquiva para él. La paciencia de Marcos le parecía religiosa.

Pero para Marcos eso que Arturo llama paciencia debe ser sumisión. Miraba al puente como clamándole explicaciones para su interlocutor. Y precisamente tiene que ver con religión. Sus padres pertenecían a una congregación religiosa. Les inculcaron esa sumisión desde antes del alcance de sus recuerdos. Marcos era el más crédulo entusiasta de esa doctrina, y eso lo hacía ver muy diferente a sus contemporáneos vecinos del barrio. Nunca logró integrar esa disparidad. Los demás no iban a su casa. Ellos se reían de él. Marcos no sabía jugar fútbol pero se creía el mejor. En los equipos que armaban siempre entraba de relleno porque no hacía la diferencia. Lo dejaban estar con ellos por algún tipo de compasión. En el juego de ponchao siempre era el primero en salir porque era lento para correr. Le gustaban las niñas pero él no le gustaba a ninguna. No tenía las habilidades de un niño de esa edad porque mantenía muchas horas tratando de comprender esa doctrina de adultos. Un día se estaba armando un equipo de fútbol y el profe García les preguntaba a cada niño en qué puesto jugaba, Mario dijo que de portero, William dijo que de marcador, Gerson defensa, Héctor delantero, y cuando Marcos dijo que jugaba de creador, se rieron todos, encima el profe le pregunta “¿creador del cielo y de la tierra?”, y seguían riendo. Sin embargo, recuerda episodios gratos, un día de navidad estaba dando el saludo de costumbre, iba llegando a la casa de Ricardo, quien estaba con una visita, le dijo tímidamente feliz navidad e intentó seguir para no interrumpirlo, pero Ricardo lo llamó y lo presentó ante sus compañeros como mi amigo Marcos. Desde entonces Marcos nunca faltó una navidad para saludarlo, hasta que Ricardo se marchó del barrio.

Arturo le reconocía a Marcos que lo que le confesaba era una historia frustrante acorde para unos drogadictos terminales de calle como ellos, en tono condescendiente le decía que no se sintiera completamente culpable.

Marcos le agradeció a Arturo su estéril intento de motivación, pero en general sabe que nada mejoró subsiguientemente, continuó contándole que se fue perdiendo paulatinamente entre esos códigos religiosos, morales y éticos que no se articulaban por más que los repasaba. Eso formó en él una obsesión que se burló de su razón, reía sin sentido, padecía pausas de su conciencia, no comía, deliraba cuando sus hermanas y su mamá lo llevaban a esos lugares de reposo para enfermos mentales donde todo se pone peor. Más adelante sus papás murieron y sus hermanas dejaron de visitarlo. Aquel lúgubre lugar finalmente lo llenó de la suficiente oscuridad mental para escapar.

Con su conciencia intermitente no tuvo cabida en ese otro mundo paralelo y fue a aterrizar allí, donde las alucinaciones le inundan la mente para no dejarlo pensar ni calificar a nada. Allí donde esos fantasmas de calle son la escupa que sobra, el aceite quemado, el sudor repulsivo, la ropa usada, el humo de los carros, la orina hedionda, los excrementos sin pañales, en fin, un recuerdo sin memoria donde la rehabilitación ya no es opción.

Una vista prodigiosa

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Oliveros

Hoy recordé que el viejo Oliveros ya está muerto. Me lo contaron hace bastante tiempo, años, no puedo precisar cuántos. He de tener la edad que tenía Oliveros cuando lo conocí. Era viejo para mi. Hago esta corta alusión a manera de lejano réquiem, presumiendo que voy a tener más años de los que él tenía cuando murió.

Esta evocación me llega a causa de mi astigmatismo, que se obstina en hacerme usar anteojos cada vez más frecuentemente. En 1981 yo tenía 18 años y entré a trabajar a una empresa de artes gráficas. Oliveros era uno de los trabajadores antiguos de esa empresa. El sistema de trabajo estaba evolucionando y al viejo lo cambiaron a una labor menos ruda. Ahora trabajaría sentado en una mesa de fotomecánica, compartiendo un salón de trabajo con aire acondicionado y con compañeros diseñadores jóvenes bastante distantes de su generación. Era predecible todo el contrapunteo que se iba a dar entre estos dispares compañeros de trabajo. La diferencia de edades no lo amilanaba; aunque obeso, lento, miope y calvo, solía equilibrar sus debilidades con su aventajada condición laboral.

El viejo sentía que le habían dado esa labor esos últimos años para que completara sus años laborales para su pensión. Iba sin afanes. No lo podían despedir. No lo reprendían. Al ritmo de una inercia de más de 30 años de trabajo, cumplía su misión con una disciplina apenas aceptable. Los novicios trabajadores llevábamos a cuestas toda la responsabilidad del nuevo proceso, pero estábamos lejos de acceder aún a los privilegios laborales de Oliveros -tiempo después había de comprender que no eran privilegios-.

Una mañana cualquiera el viejo tenía dificultades para el acabado de una página, a pesar de sus lujosos anteojos. Entonces me pidió ayuda con cierta pudicia. Resolví su apuro con sencillez, en realidad no era dificultad para mi porque yo veía bien. Al viejo le pareció aquella acción tan relevante que me dijo: “qué vista tan prodigiosa la de éste vergajo” (sic). Yo a veces pensaba que era una argucia del viejo, que me adulaba para que yo le solucionara sus registros de páginas complicadas. A mi me daba igual, eso no perturbaba mi labor, ni hacía mella en aquel inagotable ímpetu juvenil. Sometidos a aquel contexto laboral, a todos los novatos nos interesaba la experiencia y unas eventuales buenas recomendaciones. Creo que el viejo hacía lectura de todo eso y lo usufructuaba.

Oliveros tenía una vida desordenada, y se jactaba de ello, nada ejemplar para un sentido común conservador. Tenía dos hogares: uno con la esposa con quien tenía varios hijos; el otro con una mujer que nombraba mucho, con quien no tenía hijos. Nunca conocimos a la esposa sino a la muy nombrada. Se enorgullecía de un hijo que estaba en la Marina, que ganaba un alto salario y que de vez en cuando le traía a regalar zapatos italianos, de los que decía “son como un guante”, y también repetía: “los que más padecen del cuerpo son los pies, entonces hay que darle lo mejor”. Contaba historias épicas, de peripecias amorosas, de hazañas de trabajo, de episodios cómicos, de momentos futbolísticos magistrales y otras muchas anécdotas que orquestaba con su risa sorda como la de Pulgoso. Los compañeros dibujantes le hacían caricaturas, le decían “cura Oliveros”, se burlaban de su voluminosa barriga, de su lento caminar, pero nada de eso lo achicopalaba, siempre estaba “a la altura del juego”, cuando íbamos al casino (restaurante empresarial interno) los viernes nos decía mordazmente: “aprovechen y coman lo que más puedan porque el fin de semana para ustedes es duro”.

Tras varios años, llegó el momento en que a varios nos tocó trasladarnos de ciudad, por causa de otra evolución más de los procesos de trabajo. Un compañero y yo fuimos invitados por Oliveros a una cena especial, a manera de despedida, nos dijo el viejo. Fue un hecho sorpresivo para nosotros porque a pesar de tanto compañerismo que se vivía en aquel recinto laboral, al viejo fue al único que se le ocurrió invitarnos a nosotros a una despedida, por más discreta que fuera. Era un aprecio sincero que tenía por nosotros, a pesar de la diferencia generacional.

En su momento hay vivencias que no parecen notables, tal vez por el vértigo del presente, por la frivolidad juvenil, por la miopía emocional o por tantas disipaciones mercantiles. El viejo Oliveros quizá sea un anónimo más entre esta muchedumbre de insolentes que casi nunca llegamos a preguntarnos si vale la pena lo que hacemos cada día. Hoy para mi dejó de ser anónimo, porque mis anteojos siempre me evocan aquella vista prodigiosa que ya se agotó.

LA NEGOCIACIÓN

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En nuestro país se llevó a cabLejana Colombiao un acuerdo de paz entre el gobierno de turno y la guerrilla más antigua y numerosa, para detener un conflicto interno de varias décadas. Esa negociación duró largo tiempo, tuvo un cubrimiento mediático que me construyó la percepción de aceptación general. Pero no era así, en un plebiscito de refrendación la gente votó NO en un resultado apretado (50,02% contra 49,75% del SI) que lo hizo tambalear y que obligó a hacer ajustes según las exigencias de sus contradictores.

La Negociación es el nombre de un documental lanzado este mes, al estilo detrás de cámaras, con registros nunca vistos de este proceso, con entrevistas antes, durante y después. Lo acabo de ver en cine. Bien hecho en su línea de tiempo, tratando de hacer una narrativa didáctica y completa de su desarrollo, conceptualmente equilibrado, recordando y pormenorizando circunstancias críticas paradójicamente humanas de contrincantes acérrimos sentados a una misma mesa.

Son desgarradores los testimonios de las víctimas, pero magnánimo y generoso su perdón. Me siento afortunado de no haber sido tocado en mi entorno personal por ese brutal enfrentamiento entre coterráneos. Es un porqué sin respuesta defendible. La imagen de un soldado con sus pies amputados me genera la misma conmoción que el discapacitado guerrillero. ¿Cómo fue que ellos llegaron a esa instancia y yo no?. Aquellos territorios alejados, huérfanos de Estado, discurren en franca desventaja económica y social comparado con las urbes donde sí hay presencia de Estado. Es como si fuera otro país, otro orden, otras normas, vidas desconocidas y desdeñadas.

Muchos de esa mayoría que votó negativamente, fueron convencidos que votar SI era premiar al grupo guerrillero. Fue otro triunfo del mercadeo urbano, decidieron esas mayorías menos afectadas. Perdieron las víctimas, en esos territorios más afectados por el conflicto armado ganó el SI.

Leí las pretensiones iniciales tanto del gobierno como de la guerrilla, después leí todo el acuerdo, y puedo decir que el grupo guerrillero cedió más en sus pretensiones, que el gobierno envió unos magníficos negociantes. Muestra de eso es el primer punto, en el cual prácticamente se acuerda que el gobierno va a hacer lo que le corresponde: atender las necesidades de los territorios alejados, o sea, no cede nada. Los otros puntos tienen que ver con asuntos predecibles en cualquier acuerdo de esta naturaleza: garantías jurídicas, participación política, atención a víctimas, justicia transicional, reparación y garantía de no repetición. En síntesis, era un acuerdo para mejorar el país. Con aquel traspiés del plebiscito, hubo que modificarlo, a pesar de ello el grupo guerrillero volvió a firmar, cedió más. Además de eso, después en su paso por el congreso fue más peluqueado y desmembrado. Y finalmente no sabemos si la implementación se va a hacer completa según lo pactado.

En mi lectura lo más regocijante es que una vez se lograron acallar los fusiles de ese conflicto, dejaron de morir hijos de una misma tierra, todos combatientes por cuenta de ese absurdo. Creo que las estadísticas dejaron de registrar unos 12 muertos diarios entre esas dos partes, con todo lo que esa situación arrastra. Esa es parte de la recompensa que aquellos manipulados por el mercadeo urbano no lograron inducir o interpretar por sí mismos. Creo que el plebiscito fue un error, no me resultaba procedente dicha pregunta, es como preguntarle a un paciente que se queja de dolor si desea que le apliquemos analgésico. Todavía falta camino para salir de este analfabetismo político. Somos un país entre tantos, víctima del indolente funcionamiento del orden mundial, pero eso será tema para otra tertulia.

Conversaciones Convergentes

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antipatico

Muchos suelen decirme que mantengo mal encarado, como enojado, que tengo porte de huraño, amargado, antipático y poco amigable. Al mirarme al espejo veo que tienen razón, la máscara que me tocó para esta fiesta pasajera no coincide con el estándar de simpatía que está instalado en el imaginario colectivo. No es un referente adecuado para un aspirante a buen conversador como yo quisiera ser. A pesar de ello, diversos aspectos de mi rutinaria ocupación, donde no importa mi máscara facial, me han dado la oportunidad de practicar una de las condiciones de un conversador: escuchar. Algunos de esos relatos y situaciones, sin proponérselo, convergen en insumos para conclusiones.

Como empleado regular de una corporación editorial, hago piezas publicitarias para impresión, por lo cual es recurrente que algunos clientes acudan a mi puesto de trabajo para indicarme sus ideas para su publicidad. Cuando por alguna eventualidad ese trabajo conjunto se alarga más de lo previsto, se va derivando una conversación más horizontal y desprevenida, casi siempre de generalidades relacionadas con la actividad de esos empresarios. Hoy una de esas conversaciones fue con un empresario de la seguridad privada, un militar retirado, de golpeado acento pero gesto amable, que me relató brevemente la historia de su emprendimiento, a través de sus palabras puedo leer el orgullo que muestra por su quehacer. Al tocar el tema de la publicidad, también habló de lo organizado que debía ser un presupuesto y su ejecución, cuenta que entre su presupuesto están los diez millones “de los que se tenía que bajar” cada determinado tiempo para que le dieran una certificación que ese tipo de empresas precisan para funcionar legalmente. Narraba que sin ese dinero le “mamaban todo el gallo que querían”, que él ya había “aprendido cómo era la movida” y que por eso lo incluía en su presupuesto. Al ver mi cara de incredulidad me dijo con resignada naturalidad: “así funcionan las cosas en éste país”. El resto del relato sí estuvo enmarcado en una verdadera naturalidad, seguramente con mi rostro menos agrio.

Días antes un compañero de trabajo me contaba con justificada indignación que su esposa estaba trabajando en una entidad pública en un empleo que le ayudó a conseguir un político, pero que le tocaba consignarle a dicho político el 30% del salario cada mes. Yo había escuchado de situaciones como esas en corrillos sin ninguna sustentación, y me parecía más mito que realidad. Pero me estaba enterando de manera directa de un caso real. Mi compañero se lamentaba, les tocaba tragarse la indignación porque no estaban pasando una buena época financiera y necesitaban esa platica.

En alguna reunión laboral a la que asistí hace un tiempo, alguien contaba que un compañero suyo que trabajaba en una entidad estatal le había ofrecido un empleo por el cual iba a devengar un millón mensual y que había aceptado. Al momento de la firma del contrato de trabajo, leyó que lo devengado iba a ser ocho millones, tras lo cual su “compañero” le explicó que el excedente le tocaba consignárselo a él cada mes porque eso era para pagar las comisiones a los funcionarios que “facilitaban” que se diera ese empleo. El desconcierto le pudo más que la necesidad y no aceptó tal contrato.

Conocí a causa de mi trabajo, a una persona experta en sistemas de redes y comunicaciones, compartimos pasatiempos como el fútbol y coincidimos en algunos gustos musicales. La última vez que conversamos me contó sobre un proyecto en el que estaba trabajando, cuyo desarrollo y ejecución dependía de una aprobación por parte de un funcionario de una institución gubernamental. Con sorna me contaba que la recepcionista le estaba pidiendo comisión para gestionarle sus documentos ante el “doctor”, porque supuestamente ese man mantenía muy ocupado. Su risa era de desconsuelo, se dio cuenta que su proyecto por ese lado no iba a tener futuro, y que aunque fuese aprobado, ya estaba intuyendo aquellos sobrecostos que no había considerado y que parecerían permanentes.

Un compañero que trabajó conmigo hasta hace poco tiempo, que vivía en un municipio cercano, contaba que un amigo suyo del barrio donde vivían, a quien le gustaba la acción social, colaborar con la gente y convocar eventos comunitarios para ayudar a su barrio, en una ocasión se postuló para concejal de aquel municipio porque creía que desde ahí podía ayudar más. Efectivamente sumó los votos necesarios y resultó elegido. Se preparó y se fue cargado con varios proyectos para impulsar. Pero ya estando en el concejo, desde la primera sesión, sus colegas le advirtieron cómo era que “funcionaba” eso allá. Con pasmosa incredulidad observó cómo un grupo mayoritario de concejales constreñidos aprobaban los presupuestos de “proyectos” presentados por un oscuro líder con evidente poder. Le “explicaron” que si no se metía en esa rosca no iba a pasar nada con él: “usted verá si vota en contra, de todos modos nosotros somos mayoría”. Le tocó sumarse a ese contubernio prácticamente obligado, para tratar de mendigar alguna aprobación de presupuesto para su barrio.

En los diferentes escenarios similares uno no sabe qué se engendró primero, si el sobornador o el sobornado, en todo caso esa infección necesita un complemento para materializarse, y de dos en adelante puede crecer según el tamaño de nuestra podredumbre colectiva, que debe ser mucha teniendo en cuenta que estos relatos son una muestra parcial de un solo ciudadano sin sus ojos enfocados en ello.

Cada cuatro años todos los políticos en sus promesas dicen que van a erradicar éstas prácticas. Después de once periodos politiqueros que me han tocado, esa práctica sigue igual. Aunque esa conducta es un engendro inherente al sistema capitalista, se lo atribuyo más a la displicencia política en que nos hemos dejado hundir, que llega hasta ser cultural y que parece se va a prolongar otros 4 años este 17 de junio que elijamos el poder ejecutivo central. Hace dos meses ya elegimos ese mismo continuismo en el poder legislativo.

Se suele decir que cada uno de nosotros desde nuestro campo de acción debemos evitar esa conducta, para ir transformando paulatinamente nuestra sociedad hacia convivencias amables y equitativas. Hago lo que me corresponde, pero parece que aquella infección se propagara con mayor proporción y se empecinara en mantenerse entre nosotros. No veo hasta ahora que el recambio generacional haya sido purificador en ese sentido, tocará esperar si tal vez una desaceleración demográfica pueda hacernos el favor. Y si ese cambio se llegara a dar, pueda ser que muchos rostros adustos se vuelvan amables.