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Marcos intuía que era la hora de buscar comida y en ese camino se encontró a otro habitante de calle, Arturo, que parecía más resignado que él, pues le dijo que había llegado a ese sitio para quedarse, que nada de ese otro mundo paralelo que llaman cotidiano le interesaba, como si padeciera una decepción irremediable. Marcos pensaba que nadie navegaba más abajo que él, pero la amargura de Arturo era demoledora.
Casi susurrando, le dijo a Arturo que oírlo a él lo estaba empezando a hacer pensar en sí mismo, dejando escapar una vana sonrisa, mientras iban llegando a comer.
Alrededor de las cinco de la tarde van llegando al “destapao”, sitio en que un grupo de voluntarios solidarios y generosos todos los días llegan a esa hora con aguadepanela con queso y pandebono para regalarles a estos desventurados. El “destapao” es un lugar abierto, adoquinado, cerca a un puente donde siempre hay vigilancia policial, por lo cual es utilizado por aquellos ciudadanos con esta capacidad filantrópica. Después de saludar con indeterminados levantes de ceja a otros varios indigentes, hicieron fila para recibir lo que les obsequiaban y se comieron eso sin saciarse, el hambre nunca se quitaba pero se dejaba distraer, Arturo retomó la conversación.
Le pregunta a Marcos por qué su amargura, la de Arturo, le sirve de consuelo, y si era tanto que estaría pensando en rehabilitarse.
Marcos envidia que Arturo tuvo la vida fácil que él no pudo tener y sin embargo la desechó; con tristeza inocultable Marcos le aclara que no llegó hasta allí por las mismas decepciones de Arturo.
Para Arturo, lo que escucha es una pena que quisiera ayudar a reparar, quizá Marcos sí hubiera encontrado esa salida al laberinto esquiva para él. La paciencia de Marcos le parecía religiosa.
Pero para Marcos eso que Arturo llama paciencia debe ser sumisión. Miraba al puente como clamándole explicaciones para su interlocutor. Y precisamente tiene que ver con religión. Sus padres pertenecían a una congregación religiosa. Les inculcaron esa sumisión desde antes del alcance de sus recuerdos. Marcos era el más crédulo entusiasta de esa doctrina, y eso lo hacía ver muy diferente a sus contemporáneos vecinos del barrio. Nunca logró integrar esa disparidad. Los demás no iban a su casa. Ellos se reían de él. Marcos no sabía jugar fútbol pero se creía el mejor. En los equipos que armaban siempre entraba de relleno porque no hacía la diferencia. Lo dejaban estar con ellos por algún tipo de compasión. En el juego de ponchao siempre era el primero en salir porque era lento para correr. Le gustaban las niñas pero él no le gustaba a ninguna. No tenía las habilidades de un niño de esa edad porque mantenía muchas horas tratando de comprender esa doctrina de adultos. Un día se estaba armando un equipo de fútbol y el profe García les preguntaba a cada niño en qué puesto jugaba, Mario dijo que de portero, William dijo que de marcador, Gerson defensa, Héctor delantero, y cuando Marcos dijo que jugaba de creador, se rieron todos, encima el profe le pregunta “¿creador del cielo y de la tierra?”, y seguían riendo. Sin embargo, recuerda episodios gratos, un día de navidad estaba dando el saludo de costumbre, iba llegando a la casa de Ricardo, quien estaba con una visita, le dijo tímidamente feliz navidad e intentó seguir para no interrumpirlo, pero Ricardo lo llamó y lo presentó ante sus compañeros como mi amigo Marcos. Desde entonces Marcos nunca faltó una navidad para saludarlo, hasta que Ricardo se marchó del barrio.
Arturo le reconocía a Marcos que lo que le confesaba era una historia frustrante acorde para unos drogadictos terminales de calle como ellos, en tono condescendiente le decía que no se sintiera completamente culpable.
Marcos le agradeció a Arturo su estéril intento de motivación, pero en general sabe que nada mejoró subsiguientemente, continuó contándole que se fue perdiendo paulatinamente entre esos códigos religiosos, morales y éticos que no se articulaban por más que los repasaba. Eso formó en él una obsesión que se burló de su razón, reía sin sentido, padecía pausas de su conciencia, no comía, deliraba cuando sus hermanas y su mamá lo llevaban a esos lugares de reposo para enfermos mentales donde todo se pone peor. Más adelante sus papás murieron y sus hermanas dejaron de visitarlo. Aquel lúgubre lugar finalmente lo llenó de la suficiente oscuridad mental para escapar.
Con su conciencia intermitente no tuvo cabida en ese otro mundo paralelo y fue a aterrizar allí, donde las alucinaciones le inundan la mente para no dejarlo pensar ni calificar a nada. Allí donde esos fantasmas de calle son la escupa que sobra, el aceite quemado, el sudor repulsivo, la ropa usada, el humo de los carros, la orina hedionda, los excrementos sin pañales, en fin, un recuerdo sin memoria donde la rehabilitación ya no es opción.