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1981, anónimo, anteojos, argucia, artes gráficas, astigmatismo, ímpetu juvenil, cura Oliveros, despedida, diferencia generacional, diseñadores jóvenes, evocación, fotomecánica, miopía emocional, pensión, privilegios, vida desordenada, zapatos italianos
Hoy recordé que el viejo Oliveros ya está muerto. Me lo contaron hace bastante tiempo, años, no puedo precisar cuántos. He de tener la edad que tenía Oliveros cuando lo conocí. Era viejo para mi. Hago esta corta alusión a manera de lejano réquiem, presumiendo que voy a tener más años de los que él tenía cuando murió.
Esta evocación me llega a causa de mi astigmatismo, que se obstina en hacerme usar anteojos cada vez más frecuentemente. En 1981 yo tenía 18 años y entré a trabajar a una empresa de artes gráficas. Oliveros era uno de los trabajadores antiguos de esa empresa. El sistema de trabajo estaba evolucionando y al viejo lo cambiaron a una labor menos ruda. Ahora trabajaría sentado en una mesa de fotomecánica, compartiendo un salón de trabajo con aire acondicionado y con compañeros diseñadores jóvenes bastante distantes de su generación. Era predecible todo el contrapunteo que se iba a dar entre estos dispares compañeros de trabajo. La diferencia de edades no lo amilanaba; aunque obeso, lento, miope y calvo, solía equilibrar sus debilidades con su aventajada condición laboral.
El viejo sentía que le habían dado esa labor esos últimos años para que completara sus años laborales para su pensión. Iba sin afanes. No lo podían despedir. No lo reprendían. Al ritmo de una inercia de más de 30 años de trabajo, cumplía su misión con una disciplina apenas aceptable. Los novicios trabajadores llevábamos a cuestas toda la responsabilidad del nuevo proceso, pero estábamos lejos de acceder aún a los privilegios laborales de Oliveros -tiempo después había de comprender que no eran privilegios-.
Una mañana cualquiera el viejo tenía dificultades para el acabado de una página, a pesar de sus lujosos anteojos. Entonces me pidió ayuda con cierta pudicia. Resolví su apuro con sencillez, en realidad no era dificultad para mi porque yo veía bien. Al viejo le pareció aquella acción tan relevante que me dijo: “qué vista tan prodigiosa la de éste vergajo” (sic). Yo a veces pensaba que era una argucia del viejo, que me adulaba para que yo le solucionara sus registros de páginas complicadas. A mi me daba igual, eso no perturbaba mi labor, ni hacía mella en aquel inagotable ímpetu juvenil. Sometidos a aquel contexto laboral, a todos los novatos nos interesaba la experiencia y unas eventuales buenas recomendaciones. Creo que el viejo hacía lectura de todo eso y lo usufructuaba.
Oliveros tenía una vida desordenada, y se jactaba de ello, nada ejemplar para un sentido común conservador. Tenía dos hogares: uno con la esposa con quien tenía varios hijos; el otro con una mujer que nombraba mucho, con quien no tenía hijos. Nunca conocimos a la esposa sino a la muy nombrada. Se enorgullecía de un hijo que estaba en la Marina, que ganaba un alto salario y que de vez en cuando le traía a regalar zapatos italianos, de los que decía “son como un guante”, y también repetía: “los que más padecen del cuerpo son los pies, entonces hay que darle lo mejor”. Contaba historias épicas, de peripecias amorosas, de hazañas de trabajo, de episodios cómicos, de momentos futbolísticos magistrales y otras muchas anécdotas que orquestaba con su risa sorda como la de Pulgoso. Los compañeros dibujantes le hacían caricaturas, le decían “cura Oliveros”, se burlaban de su voluminosa barriga, de su lento caminar, pero nada de eso lo achicopalaba, siempre estaba “a la altura del juego”, cuando íbamos al casino (restaurante empresarial interno) los viernes nos decía mordazmente: “aprovechen y coman lo que más puedan porque el fin de semana para ustedes es duro”.
Tras varios años, llegó el momento en que a varios nos tocó trasladarnos de ciudad, por causa de otra evolución más de los procesos de trabajo. Un compañero y yo fuimos invitados por Oliveros a una cena especial, a manera de despedida, nos dijo el viejo. Fue un hecho sorpresivo para nosotros porque a pesar de tanto compañerismo que se vivía en aquel recinto laboral, al viejo fue al único que se le ocurrió invitarnos a nosotros a una despedida, por más discreta que fuera. Era un aprecio sincero que tenía por nosotros, a pesar de la diferencia generacional.
En su momento hay vivencias que no parecen notables, tal vez por el vértigo del presente, por la frivolidad juvenil, por la miopía emocional o por tantas disipaciones mercantiles. El viejo Oliveros quizá sea un anónimo más entre esta muchedumbre de insolentes que casi nunca llegamos a preguntarnos si vale la pena lo que hacemos cada día. Hoy para mi dejó de ser anónimo, porque mis anteojos siempre me evocan aquella vista prodigiosa que ya se agotó.