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Nuestra dinámica de vida, hoy día es mayoritariamente conducida por el mercadeo, profesión que manejan magistralmente las grandes corporaciones, tanto, que nosotros mismos somos sus impulsores gratuitos. Es la moderna esclavitud mercantil.
Federico Engels en su obra investigativa “El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado”, vislumbró esta forma de esclavitud hace más de un siglo, como una proyección de aquella esclavitud de los imperios, luego como la servidumbre de la edad media, y personificándose en estos tiempos modernos en el asalariado.
Las grandes corporaciones son estratégicamente generosas en su técnica mercantilista para vender toda su producción, controlan los medios de comunicación a su antojo, unas veces siendo dueños de ellos, otras veces con las jugosas pautas publicitarias. El objetivo final es el dominio enmascarado de la masa poblacional, del ciudadano promedio, que en su mayoría somos asalariados, consumidores de su producción.
Es como un hechizo, comemos sin hambre y bebemos sin sed, pero eso nos mantiene “en la jugada”, hacemos lo que promueven los medios en su publicidad, creemos en sus noticieros sin investigar. Los medios nos tienen de su lado, obedecemos sus mandatos, vestimos como ellos, bailamos como ellos, compramos lo que dicen. Nos tienen domesticados, no pedimos un refresco sino cocacola, no tenemos un celular sino un iphone, no buscamos en internet sino en google, hasta modificamos invasivamente la naturaleza de nuestros cuerpos y el planeta mismo para encajar en esa sintonía, hemos asesinado costumbres centenarias y milenarias a cambio de este juego siniestro. Y como si fuera poco, inducimos a los demás a hacerlo también, actuando como multiplicadores sin paga, exhibiendo logotipos y marcas en nuestra vestimenta, nuestros accesorios, nuestro automóvil, nuestro discurso. Una apología mercantil.
Esta mecánica descomunal, deliberada, ha entumecido nuestra iniciativa, somos como conejos persiguiendo una zanahoria inexistente. Convencidos que sólo seremos felices con aquellos objetos que nos ofrecen, lo repiten tanto que se convierte en imposición. Nuestras casas se convierten en depósitos insuficientes de todas esas “innovaciones”, objetos que van minando nuestra capacidad creativa y productiva, despilfarran nuestro tiempo, suprimen nuestras potencialidades.
Lo terriblemente desconsolador es que toda esta conspiración profundiza de manera sostenible esa esclavitud del asalariado y de todos los que caigan en la misma red, esclavitud aquella que Engels al final de su libro, apostaba a que se iba a acabar, con lo cual se acabaría el Estado porque entonces no sería necesario. Hasta ahora ha perdido esa apuesta. Cuántas ilusiones resignadas !.